La idea de Manuel

Ana Jácome

Una gota se desliza por el vidrio oscuro de la botella hasta caer en la tierra, a escasos centímetros de los pies de Manuel. El polvo de la calle absorbe el líquido aún frío. Había comprado una caguama en la tienda de doña Chayo, que bebía sin prisa pero atento a que el calor agobiante de la tarde no se la fuera a entibiar. Arriba, el sol insiste en evaporar los líquidos corporales de los habitantes de San Andrés Toquixquiapantl. Abajo, la tarde transcurre como en esos lugares en los que el rigor del clima mantiene puertas y ventanas abiertas, y un sopor que exige siestas y cervezas frías.

Enfundado en unos tenis viejos y una camisa de manta, Manuel le da un trago largo a la caguama y el líquido baja gustoso por su garganta hasta llenarle la panza de frescura. Se está bien ahí, piensa sentado en la banqueta, con la mirada perdida en el vaivén del pueblo. Otro trago largo para aliviar el sudor. Su cabeza comienza a darle la bienvenida a la plácida niebla que viene con el alcohol. Manuel no piensa mucho, mitad por la naciente borrachera y mitad porque él mismo no es un hombre al que le guste pensar. Le gustan las cosas sencillas, como trabajar de seis a cuatro en el rancho, beberse un par de cheves, mirar los partidos de futbol en la tele, y los domingos escuchar al párroco en la iglesia. Porque si algo es él, es un hombre de bien. Así lo dice, sin reflexionarlo. A sus treinta y seis años no desea más. En la casa lo esperan la esposa y los hijos, pero ese es otro cantar. Otro en el que tampoco le gusta cavilar. 

Pa qué pensar –dice en voz alta.

Aprieta la botella y se la empina. Ya empieza a dormirle los sentidos. 

A lo lejos, el campanario de la iglesia marca las seis de la tarde.


Así está Manuel cuando algo lo saca de la calma. Frente a él, tres adolescentes pasan corriendo y uno de ellos grita: «¡agarraron a uno! ¡Lo tienen en la iglesia!» Doña Chayo se asoma por la puerta de la tienda. «¿Y ahora, qué pasa?» Manuel no contesta, se queda viendo a los muchachos que se alejan. En la esquina alguien los detiene, hablan fuerte y manoteando como gente preocupada. Seguro que están diciendo algo importante porque los curiosos comienzan a juntarse alrededor de ellos. Manuel aprieta su caguama como si alguien quisiera quitársela. Arriba, una parvada de pichones pinta el cielo con sus aleteos. 

一Vuelan como asustados –dice doña Chayo. 

Manuel da otro trago como quien no tiene ni idea. Eso de las ideas es para otra gente, suele decirle a su esposa cuando ella insiste en que pida un aumento en el rancho. Mejor otro sorbo y no moverse. A esta hora todavía hay tiempo para otras dos caguamitas más. 

Eso se dice Manuel cuando una voz conocida lo saca de su sopor. Es su hermano. A ese sí que le gusta pensar. 

一¡Manuel! ¿Qué haces aquí? ¡Vámonos a la iglesia, que agarraron a uno!

一A uno, qué.

一Uno de la banda de los carrileros, los que andan robando las casas. Dicen que fue el que violó a la hija de Rafa. Lo tienen ahí, Manuel, ¡vámonos a la iglesia!

Manuel mira a su hermano, mira su cerveza.

一¡Tráetela! Si serás... ¡Ahorita se lo regresamos, doña Chayo!

La tienda comienza a llenarse de mujeres que lo cuentan todo. ¡Vámonos, doña Chayo, agarraron al violador de la niña Esme! Doña Chayo no atina a decir ese envase es mío cuando los ve alejarse.

Manuel da otro trago como quien no tiene ni idea. Eso de las ideas es para otra gente, suele decirle a su esposa cuando ella insiste en que pida un aumento en el rancho.

Manuel se siente sin suerte. A su hermano mayor no hay quién le diga que no.

Y ahí va, con la botella en la mano, seguido por quince más. La plaza se está vaciando, y los que dormían en las bancas ya van corriendo con rumbo a la iglesia bajo el implacable ardor de mayo.

Todo el pueblo se enteró. Hace un par de semanas encontraron a Esmeralda Guajardo tirada en una brecha del cerro. Se la llevaron a una clínica en la capital. Se dijo que estuvo delicada y que los doctores no le pronosticaron una buena vida. Incluso Manuel, que no se metía en chismes, lo supo. El padre Agustín habló de ello, del diablo que se les mete a los hombres y de las muchachas que no deben andar con la falda corta. Todos se enteraron, y por eso ahora corrían a pie tendido hasta las puertas de la iglesia. 

Manuel llega detrás de su hermano. Casi todo el pueblo está ahí, y si falta alguien no tardará en llegar. Rostros ajados por largas jornadas al sol, espaldas cansadas de aguantar lo que hay que aguantar porque así es la vida, unidos todos por una idea: hoy la justicia está de visita y hay que venir a saludarla. Al pie de las escaleras de la iglesia, el padre trata de abrirse paso entre su congregación. A unos metros, bajo la sombra de los ficus y del único sicomoro que queda en el atrio, un hombre mira al suelo con el pánico del que se sabe presa. Tiene las manos atadas, de la cara le escurren pesadas gotas de sudor que caen en la tierra. Alguien lo obliga a hincarse ahí, en medio de toda esa gente que lo mira con una rabia que solo crece y crece. Alguien pregunta a gritos que cómo saben que es él. Otros contestan que se lo confesó borracho a uno de los hijos de Ezequiel, y que este se lo contó a los hermanos de Esme. Por eso lo fueron a buscar. Y ahora está aquí para ser juzgado ante la casa de Dios.

«¡Mátenlo!», gritan las mujeres que observan desde una salva distancia, apiladas cual garzas junto al tronco del milenario sicomoro. «¡Mátenlo!», responden las jóvenes detrás de ellas, aún vestidas con la falda de la secundaria. «¡Mátenlo!», corean los hombres que llegaron con el hermano de Manuel. Y él lo escucha todo dándose cuenta de que ahí hay demasiado en qué pensar y eso lo irrita, así que le da un trago larguísimo a la caguama, como si en ella pudiera hallar algún tipo de claridad. Además, la cerveza empieza a calentarse y eso es lo último que necesita.

El hermano ya está entre los de la primera fila, esos que gritan: «¿fuiste tú, cabrón? ¡Hijo de tu chingada madre! ¿Te gusta andar golpeando mujercitas?». Una patada anónima sale del círculo y se planta en el abdomen del acusado. El hombre se dobla de dolor. Alguien lo levanta al grito de «¡sea macho!». Frente a la entrada de la iglesia, el sacerdote no logra hacerse escuchar. Sus súplicas no alcanzan a esa gente buena que le había puesto atención domingo tras domingo durante los seis meses que ha estado en la parroquia. Hoy no tienen oídos para la cantaleta de un dios indulgente.

Casi todo el pueblo está ahí, y si falta alguien no tardará en llegar. Rostros ajados por largas jornadas al sol, espaldas cansadas de aguantar lo que hay que aguantar porque así es la vida, unidos todos por una idea: hoy la justicia está de visita y hay que venir a saludarla.

El cuerpo de Manuel decide optar por la inmovilidad. Sus sentidos, nublados por el alcohol, recogen fragmentos de lo que sucede: gritos, golpes, el miedo que pinta algunas caras, y a otras, el odio. Él no es mucho de pensar –o eso dice su esposa–, y la vida es más fácil así. Pero hoy, bajo los treinta y dos grados de un jueves de primavera, Manuel siente que un pensamiento germina en su cabeza, así como las semillas en el huerto: primero, un brote verde en medio de la tierra con su par de hojas; luego, una varita delgada.

Manuel siente el peso de una idea sobre los hombros y en sus adentros se lamenta: se estaba tan bien ahí en la banqueta. Afuera, alguien está amarrando una cuerda a una de las ramas bajas del sicomoro, a unos metros del suelo. Otros arrastran al hombre, que sigue pidiendo ayuda con alaridos. Arriba, una nube pasajera tapa el sol. Al padre lo han hecho retroceder.

一Métase a la iglesia, padre –dicen–, esto no es asunto de Dios.

Manuel está frente al grupo que arrastra al hombre; pasan delante de él. Tiene que moverse, pero su cuerpo entero permanece inmóvil, con la energía concentrada en ese pensamiento que brota en su cabeza. De repente, siente que él importa, que puede hacer una diferencia tomando una decisión trascendental. Unos dedos ensangrentados que chocan con sus tenis rotos y una voz apenas perceptible que suplica «ayúdame, yo no fui» lo sacan de su cavilación.

一Pero sí fuiste tú –dice Manuel–. Sí, lo hiciste, y ahora me jodiste la caguama.

La mano de Manuel se levanta sobre su cabeza que ya bulle con ese insoportable ruidero que tanto odia. La botella se eleva al cielo en el preciso momento en que la nube pasa y descubre al sol; los rayos del atardecer pegan de lleno en el vidrio ámbar de la caguama. Algo divino ilumina a los presentes y, en ese preciso momento, su mano estrella el envase en la cabeza del acusado. La sangre brota. La gente aúlla como si el botellazo fuera el inicio de un ritual. «¡Cuélguenlo!» El pueblo rodea al sicomoro y al acusado, que se asfixia colgado de una de las ramas. Manuel se mira los dedos empapados de sangre y cerveza sintiendo que al fin tuvo una buena idea.

Ana Jácome(Ciudad de México)

Ferviente lectora de lo extraño y lo inusual. Algunos de sus relatos y poemas han sido publicados en las revistas digitales Penumbria, Especulativas y Lengua de Diablo.