El último cliente

eva campos

Un Chevy color blanco se detuvo a mi lado. Por la ventanilla del copiloto, un hombre obeso y calvo, con un par de ojos cafés, nariz chata y rasgos bruscos, se asomó. Era muy feo. Dudé por un instante antes de acercarme, pero sabía bien que a esos hombres se les podía sacar un buen varo. Me acerqué a la ventanilla y me agaché lo suficiente para hablarle.

―Buenas noches, papi —dije con una sonrisa—. ¿Qué se te antoja?

El hombre se inclinó para mirarme. Yo me di media vuelta para que viera bien el producto que le estaba ofreciendo.

―¿Cuánto cobras? —cuestionó con voz chillona.

― Mira, mi rey, la hora está en ochocientos pesos, las mamadas en trescientos cincuenta, y si se te antoja por atrás, serían setenta y cinco más —expliqué al tiempo que meneaba las nalgas para que se le antojaran—. Pero solo porque no me ha ido bien esta noche, me dejaré hacer todo el paquete por mil pesos.

El hombre no dijo nada.

―Te lo manejo casi todo, papi —insistí—. Lo único que no permito es que me muerdan ni me peguen en la cara porque, por estar toda moreteada, luego ya no me quieren comprar.

―A ver, ven, quiero verte bien los pies —respondió.

«Es uno de los raros», pensé. Caminé hacia su puerta y le modelé mis pies medio hinchados, y mis uñas pintadas de negro. Él los miró con tal atención que, por un momento, me incomodó; se lamió ansioso los labios y asintió. No cabía duda, el gordinflón era uno de esos feticheros, amantes de los pies, la orina o la caca. Ya me había tocado atender hombres así en otras ocasiones, de los que les gustaban que los vomitaran, les pegaran, e incluso, que compraban calzones usados. Lo vital para poder manejar a tipos así era aguantarse el asco, porque eran los que mejor pagaban.

―Súbete, niña —dijo, y una gota de sudor bajó por su rostro.

Regresé a la otra puerta y me subí, pero en cuanto abordé el auto, un fuerte olor a humedad y a patas me asfixió; sin embargo, ignoré la peste y sonreí. El hombre arrancó y comenzamos a alejarnos de la gasolinera que se hallaba en el kilómetro dieciséis de la carretera.

Antes de meterme en cualquier lado, siempre le preguntaba a mis clientes  qué era lo que querían hacer, porque luego se querían pasar de pendejos. 

―Entonces, ¿qué se te antoja, mi rey? —pregunté. 

―¿Cuál es tu nombre? —preguntó, ignorándome—. Yo me llamo Joaquín.

―Y yo me llamo Socorro —respondí—. Hay un motel saliendo de la autopista. Se llama Bali: allí siempre los llevo; es limpio y tranquilo.

El hombre meneó la cabeza.

―Mi casa no queda muy lejos de aquí, está en Tulpetlac, Loma Sur. Podemos ir allá sin problemas.

Ahora fui yo la que negué con la cabeza.

―No, mi vida, yo no voy a casas, solo al motel Bali —dije con los nervios recorriéndome la espalda—. Síguele manejando derecho, ya casi salimos de la autopista.

―Me siento muy feliz porque al fin te pude hablar —dijo ignorándome de nuevo—. Desde hace dos semanas te vi en la gasolinería, y de inmediato atrapaste mi atención. 

Aquello me dio mala espina. Metí la mano discretamente en mi bolsa y tomé el gas pimienta que siempre llevaba conmigo.

―Tal vez no me recuerdes, pero he estado viniendo todas las noches a cargar gasolina solo para verte.

―La vamos a pasar rico, amor —dije con la voz tensa, intentando disimular la ansiedad que comenzaba a sentir—. Ya casi llegamos, ¿qué se te antoja?

―Pero, ¿sabes por qué he estado viéndote tanto? —dijo metiendo la mano en la guantera—. Porque tienes el mismo pie griego que mi madre.

Me removí incómoda en el asiento.

―Ah, entiendo.

―Y no solo tienes el mismo pie, sino que también te pareces en todo a ella —dijo mirándome directamente—: el mismo tipo de cuerpo, medio llenitas; ni muy flacas, ni muy gordas. Sus cabellos son ondulados y encrespados. Hasta casi son de la misma altura, solo que tú le ganas por unos centímetros, pero ha de ser por los tacones. Conque te los quites, asunto arreglado.

No cabía duda, el gordinflón era uno de esos feticheros, amantes de los pies, la orina o la caca. Ya me había tocado atender hombres así en otras ocasiones, de los que les gustaban que los vomitaran, les pegaran, e incluso, que compraban calzones usados.

Mientras hablaba, un brillo que no había visto antes inundó sus ojos. Apreté los puños con mucha fuerza. No me había pasado desapercibido que no había vuelto a sacar la mano de la guantera. Además, ¿qué era toda ésa mierda que estaba diciendo sobre su madre? Sentí escalofríos.

La autopista estaba terminando, y comenzaban las fábricas y edificios. Pasamos frente a la estatua del vigilante; el motel Bali estaba a unas calles. Respiré hondo.

―Si no quieres hacer nada, déjame en el motel, mi rey. La recepcionista me conoce bien —pedí, sin soltar el gas pimienta, al que me aferraba con fuerza—. Allí, en la entrada, déjame.

No se detuvo en el motel, se pasó derecho y dio vuelta en la avenida Río de los Remedios. Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

―Estoy muy ansioso por llevarte a mi casa —susurró impaciente.

Aguanté la respiración y preparé el gas.

―Desde que se enfermó mi madre dejé de tener relaciones, y la verdad ya estoy muy lleno de leche. En cuanto lleguemos, quiero que me la saques toda con una mamada, como lo hacía ella, y después…

―¡Detén el carro, cabrón! —grité—. ¡Eres un puto enfermo de mierda! ¡Qué perro asco, no mames! ¡Te acuestas con tu propia madre! 

La furia torció el rostro de Joaquín.

―¡No hables así de ella, puta barata!

―¡Eso lo será tu madre! 

Saqué el gas tan rápido como pude; sin embargo, Joaquín también sacó algo de la guantera. No lo vi venir, ni tampoco supe qué fue: lo único que sentí fue un dolor punzante, y un destello en mi cabeza. Luego, la vista se me nubló.

Sabrá Dios cuánto tiempo estuve inconsciente, pero desperté desnuda y amarrada a una cama apestosa y mojada. El estómago me dolía, además, sentí la cara tan hinchada que incluso se me dificultaba ver; los pezones me ardían como el infierno; en la boca tenía un sabor a azufre. Temblé cuando caí en cuenta de lo que me había pasado. ¡El hijo de perra me había violado, y quién sabe cuántas veces! Era evidente que muchas porque la vagina y el culo me dolían; levanté la cabeza y miré más abajo: tenía sangre entre los muslos.

―Hijo de puta… —murmuré con la voz quebrada.

La mugrienta habitación olía horrible, como a perro muerto.

Joaquín me amarró las muñecas con unas pantimedias que no eran mías, pero no las piernas. A lo mejor así se le facilitó violarme. Se me estrujó el pecho al sentir aquel terror nauseabundo.

Comencé a gritar por ayuda con la esperanza de que alguien me oyera. Sin embargo, no importó cuánto gritara, gimiera o llorara: nadie vino a rescatarme. ¿Acaso así moriría?, me pregunté, impotente. El pánico a la muerte casi anunciada me comenzó a asfixiar. ¡Yo no quería morir! Yo quería seguir viviendo aunque mi vida fuera una mierda.

―¡Ayúdeme, Dios mío! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Ayúdame, por favor!

Mientras llamaba a Dios sentí que, súbitamente, el frío se adueñaba de la habitación. Tragué saliva y miré hacia la puerta; estaba segura de que algo se había movido. Y tuve razón: una anciana muy pálida estaba de pie en el umbral observándome fijamente.

―¡Ayúdeme, por favor! —gemí—. ¡Se lo ruego! ¡Déjeme ir!

La mujer entró con pasos lentos a la habitación. Cuando llegó hasta mí, sentí un escalofrío, y el olor a putrefacción se intensificó. 

―Ay, mijita, mira cómo te dejó mi Joaquín —dijo la anciana—. Te desgració toda tu carita…

Lloré de nuevo.

―Por favor, señora, ayúdeme. Le prometo que no le diré nada a nadie —supliqué desesperada—. No me deje aquí, se lo ruego…

Las ojeras que le marcaban el rostro eran tan oscuras que pensé que no tenía ojos: tan solo un par de cuencas vacías.

―Mi pobre Joaquín no sabe lo que hace, muchacha —susurró—. Como creció sin papá, y lejos de la ciudad grande, pues se le hizo difícil conseguir mujer. Por eso se acostumbró a mí. Por eso a mí también me hizo las cosas que a ti.

―Se lo ruego, señora.

―Pero mi hijo es buena gente, mijita —siguió diciendo—. De niño era bueno, pero sé que tiene problemas, que hace cosas que no están bien, pero es mi hijo, mi niño.

Estaba claro que tanto madre como hijo estaban locos; la anciana parecía trastornada, me veía, pero no me miraba.

―Ay, mijita, mi pobre Joaquín se va a ir al infierno —sollozó.

Me acarició el rostro con la mano. Su piel estaba dura y fría, como la de un muerto.

Comencé a gritar por ayuda con la esperanza de que alguien me oyera. Sin embargo, no importó cuánto gritara, gimiera o llorara: nadie vino a rescatarme. ¿Acaso así moriría?, me pregunté, impotente. El pánico a la muerte casi anunciada me comenzó a asfixiar. ¡Yo no quería morir!

Se escuchó un portazo y unos pasos pesados. Joaquín había regresado. Mi respiración se aceleró; comencé a mover las manos frenéticamente, como si con eso pudiera deshacer los nudos. La anciana miró hacia la puerta, después me devolvió la mirada.

―¡Señora —grité desesperada—, por favor!

Joaquín entró abruptamente a la habitación.

―¡Con quién hablas, perra malparida!

Miré hacia donde estaba la anciana, pero ya no había nadie. Me estremecí. Una sensación de vértigo me invadió. Miré a todos lados, buscándola. Estaba detrás de Joaquín.

―¡Allí está! —grité, señalando el lugar.

Entonces, caí en cuenta de que me había liberado la mano. Respiré agitadamente y observé la escena: a pesar de no verle los ojos, algo en mi interior me dijo que ella también me miraba. Levantó un brazo y señaló un rincón de la habitación, a un lado de la puerta.

―¡Tu madre te observa Joaquín! —grité de nuevo—. ¡Está detrás de ti!

En cuanto la mencioné, algo en su cuerpo lo hizo saltar para atrás, como queriendo alejarse de una presencia invisible. Aproveché el momento para liberarme la otra mano, y me levanté tan rápido como pude. Entonces vi lo que ella señalaba: era un cuerpo con la carne podrida, que yacía arrinconado en el suelo. No cabía duda: ese era el cadáver de la madre de Joaquín.

Supongo que en ese momento él también vio el espectro, porque se quedó petrificado observando el umbral de la puerta. Para mi fortuna, no alcanzó a reaccionar cuando me le lancé encima para arañarle el rostro; me le fui directamente a los ojos. Sin embargo, Joaquín me lanzó al suelo como si fuera un trapo sucio.

Caí encima del cadáver. Joaquín comenzó a lanzar golpes, pero enceguecido por la sangre que le manaba del rostro, no atinó a pegarme ni una vez. Así que, tratando de protegerme, tanteé con la mano en busca de algo que pudiera serme útil, y me encontré con el mango de un cuchillo clavado en el cuerpo. No lo pensé dos veces. Lo agarré, me levanté y lo apuñalé tantas veces hasta que la sangre lo bañó por completo. Solté el arma hasta que dejó de moverse, y salí corriendo de la casa pidiendo auxilio.

Nadie me creyó cuando les conté que fue el alma de la señora la que me salvó. Sin embargo, yo lo sabía. Todavía podía recordar su rostro, triste y frío; su cuerpo, podrido en el suelo. Encendí un cerillo y lo acerqué a la veladora del altar que le puse después de haber regresado a casa. Cerré los ojos y recé por el alma de la señora que me ayudó a escapar de mi último cliente.

Eva Campos(Estado de México, México)Amante del terror y el suspenso. Ha publicado más de diez cuentos en diferentes medios, entre los que destacan Licor de Cuervo y la Revista Sputnik. Ganó el certamen anual de la Revista Inéditos. Además, es parte de las antologías de las editoriales Tinta de Escritores, Lebri, y El Gato Tuerto Ediciones.