Naufragio

ANDRÉS R. SOTO VALENCIA

Escribo esto con resignación. Lo hago desesperadamente para demostrarme que estoy en este mundo y que existo. Decir «este mundo» no es una metáfora ni un lugar común. Tendrá su importancia si tengo fuerzas y cordura para continuar y registrar todo lo que recuerdo de los últimos meses. Espero con todas mis fuerzas que escribir lo que me ha sucedido me dé una respuesta.

La música suena aleatoriamente, y mientras pienso en la oscuridad, inmóvil y frente a la pantalla de la computadora, comienza a sonar «Cosas Imposibles», de Gustavo Cerati. Album: Siempre es hoy, tema que abre el disco. Sonrío con sorna. Me encanta. La ironía es insoportable.

Estoy en mi departamento. Afuera, París. No necesito salir de este cuarto; hace meses que lo evito a toda costa. Soy bueno con las computadoras y la informática, y puedo trabajar desde mi cama o donde sea.  He decidido quedarme aquí para seguir buscando rastros de ella, y de lo que pasó.

 La música sigue («No me hablen de esperanzas vagas, persigo realidad...»)

La conocí casualmente cuando hacía una de las cosas más banales que puede hacer un cretino en París: buscando la tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse. Conozco el lugar, y soy capaz de llevar a quien sea al elegante mausoleo de Porfirio Díaz, por ejemplo. Pero las veces que fui a buscar la tumba de Cortázar no pude encontrarla, lo que es gracioso y escalofriante en la época de los teléfonos inteligentes y la geolocalización.

Las primeras tres veces fallé en encontrar el lugar por diferentes razones: primero, porque busqué la tumba en el cementerio equivocado. En otra ocasión estaba en el cementerio correcto, pero estaba borracho. En otra, entré con la firme intención de dar con la tumba, pero por más vueltas y rodeos que di no pude encontrarla. Creo que ese pudo ser el primer indicio de lo que sucedió después.

La ocasión final llegó el otoño pasado. Caminaba por la Rue Froideval, que bordea el muro del cementerio, cuando tuve el impulso de entrar para buscarla de nuevo. Esta vez la encontré sin dar mucho rodeo. Ahí estaba la tumba de Cortázar, como si nada. Y también ahí estaba ella, una silueta femenina, alta. Ya no sé si frente a la tumba, en el camino o si solo pasaba por ahí, pero era la única persona que estaba en los alrededores. No le presté mucha atención. Me sentía tan contento de haber dado por fin con la sepultura cortazariana que empecé a sacarle fotos. Luego de un rato, me di cuenta de que me observaba un poco divertida. A la distancia noté que llevaba un libro en la mano; uno que me gustaba.

Normalmente, la gente en París tiene la soberana cortesía de ignorar a los demás, pero ese día, la felicidad del descubrimiento me hizo sentir optimista, locuaz. Sonriendo, le hice un cumplido por el libro que llevaba en la mano. Ella rió y me contestó con humor. Comenzamos a platicar.

Quisiera decir que era bellísima, atormentada y carismática, pero era simplemente alguien más, como yo. Pero tenía una sonrisa hermosa, una conversación a mi gusto y parecía interesarse también por lo que yo le decía. Era argentina, y pasamos la tarde hablando de libros, de París, de nuestros exilios, de fines y comienzos, y senderos que se bifurcan. Había llegado a la ciudad hacía poco y sus razones para emigrar siempre fueron algo vagas, sin mucha convicción: un trabajo para escribir un doctorado social, un divorcio.

Intercambiamos números telefónicos. Entramos en una de esas amistades modernas de memes, emojis, gifs animados y conversaciones interminables durante el día. No voy a mentir. Ese diálogo me aligeró el peso de mi infierno cotidiano. Nos compartimos música y lecturas. Hicimos pequeñas confesiones a altas horas de la madrugada, el tipo de cosas que haces  con quien quieres establecer una intimidad.

Empecé a pensar demasiado en ella, en su sarcasmo compulsivo y la forma de plantear sus argumentos, de desarmar mis posiciones y regresarme toda mi grandilocuencia en un silogismo devastador. Quería gustarle a toda costa.

Le mostré mi París, los lugares en los que había ocurrido alguna parte de mi historia. Ella me seguía y me contaba todas las cosas esotéricas de la ciudad que había leído y que le gustaría conocer. A mí me parecía una simpleza, pero París es una ciudad que se presta para paseos místicos, y gracias a ellos encontré la manera perfecta de pasar tiempo con ella. Entre funciones de cine le mostré el lugar de la pira funeraria del templario Jacques de Molay; discutimos de política y programas de televisión de los años ochenta mientras seguíamos el meridiano de París en safari fotográfico. Es lo mejor que me había pasado en años, algo que tal vez ya no esperaba que me sucediera.

Finalmente, después de una larga botella de moscato y rock en español, se descubrió para mí. Era larga y flexible; su piel blanca estaba tachonada con una galaxia de pecas y lunares, y su manera de amar estaba llena de risas y suspiros, de orgasmos elusivos y profundos a los que me enganché.

La relación avanzaba. Yo, queriendo jugar al adulto responsable, le solté el discurso de la responsabilidad afectiva y el placer. Esperó a que terminara de hablar y al final se encogió de hombros y me besó sin decirme nada más.

Cuando pienso en esos momentos, siempre estábamos desnudos: en la cocina, frente al televisor, en mi departamento o en el de ella. Me enviaba mensajes en los que decía que no podía esperar a llegar a casa para sacarse la ropa.

Me leía el tarot en la pausa de la sobrecama y me contaba sus sueños.

Soy algo bruja —decía.

Quisiera decir que era bellísima, atormentada y carismática, pero era simplemente alguien más, como yo. Pero tenía una sonrisa hermosa, una conversación a mi gusto y parecía interesarse también por lo que yo le decía.


Me pedía que le contara los míos, y yo solo respondía que soñaba con el océano Pacífico y robots. 

―Sos un rayado —decía entre carcajadas. 

En español mexicano, yo me había rayado. Lo cierto es que siempre tuve sueños intrincados al dormir con ella. En ellos, la veía cantando de cara al viento o moviendo el cuerpo como si practicara taichí. Eran sueños llenos de nubes y música que me despertaban y me dejaban sin aliento.

Un fin de semana descubrimos que nuestras capacidades copulatorias se intensificaban si fumábamos cannabis. Así, empezamos la búsqueda de la fórmula perfecta para la experiencia más intensa. El mejor momento más la mejor música, sumados a la acción de placer. No entraré en detalles. Solo diré que nunca tuve mejor sexo que con ella, y después de algunas semanas de relaciones amplificadas y carcajadas orgásmicas caí en la cuenta de que ya no podía estar sin ella. 

Empezamos a hablar de mudarnos juntos. Pero entonces vino un período en el que debíamos vernos menos por asuntos del trabajo y los estudios. Además, ella tenía que regresar a Argentina a resolver no sé qué papeles de una herencia. Me pidió que la acompañara, pero a mí me da pavor volar. Esta es la razón por la que no he regresado a México. Decidimos postergar nuestra mudanza hasta su regreso; mientras, disfrutaríamos de nuestro tiempo juntos.

Una tarde de canícula en que dormíamos desnudos, con el dispositivo musical siempre en aleatorio, sonó una canción que nos despertó. Con un solo ojo abierto, me sonrió desde la almohada.

―¿Es Cerati? —me preguntó todavía entre brumas.

―Así es 

―Qué linda. No conozco esa canción, ¡qué extraño! —dijo con una voz rasposa mientras se levantaba trabajosamente y caminaba hacia el retrete.

―Me parece increíble que no conozcas esta rola, ¡es mi preferida de Cerati!

Respondió que no la recordaba y que le parecía raro, porque el último disco lo había escuchado hasta gastarlo.

―«Ola púrpura» —repliqué irónicamente ofendido—. Cuarta canción de su último disco: Persistencia de tu memoria.

―¿Me estás cargando, boludo? —dijo, ya bien despierta y preparándose para una buena discusión—. El último disco es Fuerza natural. Cerati lo hizo antes de morir.

―¡Estás loca! ¡Gustavo Cerati está vivo! —dije—. Y está por sacar otro disco.

Ella no paraba de reír. No puedo creer que no puse más atención a lo que dijo en ese momento. No puedo sacarme de la cabeza lo que sucedió después. Quiero explicármelo diciendo que hacía muchísimo calor, que estábamos cansados, cogidos, medio borrachos, que encendimos otro porro. Lo que pasó fue que ella, con un falso arranque, tomó el dispositivo musical para confirmar que no le estaba contando «boludeces». Entre risas, forcejeamos y se nos cayó al agua del retrete. La imagen en mi mente es aún desesperadamente graciosa. Ella desnuda, doblada por las carcajadas, metiendo la mano al inodoro para sacar el aparato.

Entre risas discutimos de buena gana otro rato antes de que el calor insoportable del verano parisino nos hiciera cambiar de tema.

Decidí regresar a casa la madrugada siguiente. Me vestí en la oscuridad, le besé una nalga sublime para despedirme, le dije que la amaba y que nos veríamos pronto. Ella contestó con gruñidos. Me sentía feliz, completo. Ella tomaría su vuelo más tarde, esa misma noche. Nos encontraríamos un mes después.

Llegué a lavar la ropa, a pasar la aspiradora, y a hacer todas esas cosas repugnantes que nunca han servido para nada. Puse el dispositivo musical en la ventana para que secara y no volví a pensar en él hasta dos semanas después.

No entraré en detalles. Solo diré que nunca tuve mejor sexo que con ella, y después de algunas semanas de relaciones amplificadas y carcajadas orgásmicas caí en la cuenta de que ya no podía estar sin ella.


La vida continuó su curso en París, aparentemente. Me sumí en la rutina sin ningún problema: un poco de trabajo, un poco de nada. La verdad es que yo esperaba su regreso para poder empezar nuestra nueva vida juntos.

Unas noches después salí con algunos amigos. Me sentía con ánimo de celebrar, y el anuncio de mi próximo inicio de vida en pareja enardeció los deseos de juerga. Todo terminó en una parranda horrorosa de casi dos días.

Desperté por la mañana con resaca y muy atolondrado, sonriendo aun por la celebración. El verano ardía en la ciudad. Era un día para tomar las cosas con calma. Me sentí muy bien, a pesar de la resaca. Life is good

Me dispuse a prepararme un desayuno vuelve a la vida. Quise escuchar música mientras cocinaba y recordé que mi dispositivo mojado todavía se estaba secando en la ventana. Lo tomé y lo conecté sonriendo, recordando cómo había terminado ahí, pero no reaccionó. No le di importancia. Compraría otro en la semana; mientras, escucharía música por internet. Decidí poner uno de mis discos favoritos, Persistencia de tu memoria, de Cerati. En la primera búsqueda no lo encontré. Intenté otra, también sitio sin éxito. Traté de descargar el disco desde los sitios piratas pero tampoco estaba ahí. Por un momento pensé que el disco no estaba disponible en la red por alguna cuestión de derechos de autor, pero al realizar búsquedas más concienzudas tampoco apareció.

No había ningún rastro de ese disco de Gustavo Cerati por ninguna parte. Pasé varias horas peinando la red, buscándolo. Pensé que era un error absurdo a causa de un virus informático. Mi confusión aumentó cuando descubrí que su penúltimo disco tampoco aparecía en ninguna parte.

Sin comprender todavía lo que sucedía, continué con mis obligaciones laborales y mi vida.

Al otro día empecé otra búsqueda; no encontré ningún rastro de los discos perdidos. No aparecieron ni por nombre, ni por palabras clave, tampoco por fechas. Empecé a pedirlos por internet y en tiendas, pero nadie los conocía. Eso me enfureció: tuve peleas con amigos y conocidos al reprocharles que estaban burlándose de mí, que aquello ya había llegado demasiado lejos, pero la verdad es que ellos no mentían.

Casi tengo miedo de escribirlo, pero creo que esos dos discos nunca han existido AQUÍ. El corazón me dio un vuelco cuando leí que Cerati había fallecido en 2014. Empecé a temblar, a sentir un vacío en el estómago. Temí la esquizofrenia, la locura. Porque esto es lo verdadero para mí: es el invierno de 2015. Tengo treinta y nueve años. Después de Fuerza natural, de 2009, Gustavo Cerati editó dos discos más: uno en 2011, y el otro en 2014, el año pasado, y que incluye una de mis canciones favoritas.

Esto es cierto, es la verdad absoluta. Es lo que me dicen todas las células de mi cuerpo y las de mi cerebro. Recuerdo las portadas, recuerdo las canciones, pero nadie parece conocerlas o saber de ellas. Yo tengo la prueba, o la tenía en mi dispositivo musical portátil que cayó al agua del inodoro. 

He intentado recuperar la información del disco duro de ese dispositivo por todos los medios. Intenté los métodos que encontré primero por internet, y después con empresas especializadas, y todas me han dicho lo mismo: el disco duro se mojó y la oxidación acumulada por la exposición a la intemperie hacen imposible la recuperación de datos.

Y en esta situación hay otro detalle aún más importante. Ella también ha desaparecido. Lo último que supe fue por un mensaje que me envió desde su teléfono. Me dijo que se disponía a abordar, que me amaba y que contaba los días para estar de regreso. Después, nada. Pensé que tendría muchas cosas que hacer y muchas personas a las que ver, y decidí no molestarla, esperar a que ella me contactara. No está en ninguna de las redes sociales. Nuestras conversaciones están almacenadas todavía en mi teléfono y en mi computadora. Tengo su voz en decenas de mensajes grabados y me duele mucho escucharlos, como si vinieran de alguien de otro mundo. Me quedan las fotos. Cuando marco su número de teléfono me contesta una voz airada en una lengua extraña. En su edificio, le mostré su foto a cada vecino y a todo el que entró durante el día, pero nadie la ha visto ni la conoce. En ese departamento, donde pasamos momentos intensos, vive un anciano que, me asegura, está ahí desde finales de los sesenta. 

La música sigue.

Esto es cierto, es la verdad absoluta. Es lo que me dicen todas las células de mi cuerpo y las de mi cerebro. Recuerdo las portadas, recuerdo las canciones, pero nadie parece conocerlas o saber de ellas.


He vivido un cambio. Un naufragio. Creí que escribirlo me ayudaría a aceptarlo pero al leerlo de nuevo me parece irreal. Absurdo. Soy un náufrago en esta realidad.

Con el paso de los meses empecé a notar las pequeñas discrepancias entre el mundo que recuerdo y este en el que me encuentro. Algunas veces me emocionan y me maravillan las diferencias. Por eso, comencé a llevar una bitácora de discrepancias, y algunas son simplemente increíbles, como las películas que no existían antes o los interesantes grupos de rock clásicos del pasado de este mundo. La buena noticia es que la casa de México en la que crecí aún existe. Mis padres están ahí. Nuestros recuerdos mutuos corresponden, y es un alivio saberlo.

Tengo altas y bajas. No puedo hablar de esto con nadie. Todo lo que perdí en mi naufragio es demasiado valioso. Irremplazable. Algunas veces he vuelto a Montparnasse, al cementerio. Se me ocurrió que tal vez repitiendo la secuencia de actos que me llevaron a conocerla pueda reproducir el evento que me trajo hasta aquí, a este nuevo mundo. Ahora entiendo que, para mí, la tumba de Cortázar a veces está ahí y otras no. 

Espero vivir lo suficiente para alcanzar la tecnología que me permita recuperar los datos de mi dispositivo. Daría lo que fuera por volver a escuchar aquellas canciones. Quisiera poder dejar atrás este insomnio crónico que me carcome desde el cambio y volver a dormir sin sueños agitados.

Descansar de verdad y despertar gritando que no estoy loco: ¡Gustavo Cerati está vivo!

Andrés R. Soto Valencia(México-Francia)Músico y escritor radicado en París. Ha escrito crónica, cuento y poesía para las revistas mexicanas La Mosca en La Pared, Marabunta; la española Minatura, y en línea: Espejo Humeante, Metahumano, Anapoyesis. Editó discos con los grupos UTOPIUM (Francia) y PAPERMAPS (Canadá), y realizó la música para varias películas independientes y documentales.