Vieja estadía

Mario Flores

Había una piscina grande y hermosa, con ese contorno celeste que dificulta saber dónde está el principio del agua y qué tanta es la profundidad. En el agua flotaban hojas secas, papeles e insectos muertos, basuritas que el viento siempre deja caer donde no es debido. Aún así sentí ganas de meterme, aunque fuese solamente para remojar los pies, porque yo no sabía nadar. Mamá no me dejaba; ella le temía al agua desde pequeña porque casi había muerto ahogada en la pileta del club municipal. La leyenda cuenta que, para enseñarle a nadar, sencillamente la empujaron al agua: manoteó desesperada y pidió auxilio mientras los demás niños se reían desde la orilla. Me había contado la historia muchas veces: «el agua es traicionera», decía.

Estábamos solas, nosotras y nuestras valijas siempre listas para volver a casa o escaparnos a otro lugar. La cosa estaba así: mi mamá y yo llegamos al hotel un sábado por la tarde, cuando ella estaba cubierta de cortes, hematomas y moretones. Era muy difícil para mí verla así, ajada y lastimada injustamente. Sus ojitos de gato inyectados de sangre se comprimían haciendo un intento por sonreír, pero también los párpados le dolían. Tenía la boca arruinada; mascaba con el cuidado de una anciana. Papá –o el tipo aquel que, ella había decidido, ya no era más mi padre– la destrozaba: cada golpe que le daba le sacaba un año de vida. Estaba arruinada, adolorida; agacharse a atarse los cordones era un emprendimiento titánico que apenas era capaz de lograr, y siempre rezando, implorando fuerza al cielo, a Dios, la Virgen y a santos desconocidos. La última noche había caído contra la mesa del living y entonces ya no se levantó más: manchas de sangre por doquier, la casa hecha un desastre: se quedó quietita en el piso, como contemplando los cuadrados de cerámica o los azulejos de la pared, siempre con los ojos en línea recta.

Ya estábamos hartas de cuidarla. Hartas ella y yo: ella, harta de ser siempre la víctima y no la mujer fuerte que me retaba cuando yo volcaba el té o reprobaba una materia en la escuela; yo, harta de oír el chillido entre dientes cada vez que le quitaba las gasas de su boca con la sangre seca y pegoteada como un insecto cuyas patas se adherían a su piel mohosa.

Para intentar hacerla reír, uno de esos días le dije que de grande iba a ser enfermera, y me miró con una mirada de piedad, como la que se tiene ante la percepción de una mentira. Por la mañana, cuando hizo el último esfuerzo para ponerse en pie, hicimos las valijas, con las rueditas ruidosas por las baldosas de la vereda, para quedarnos en el hotel. Papá estaba dormido y tan lleno de ginebra que ni se dio cuenta que nos habíamos ido de casa, y tampoco notó las cosas que nos habíamos llevado. En el bolso de mamá estaban nuestros documentos y las tarjetas, y un bollo de plata que guardaba en un escondite para que nadie excepto él lo despilfarrara. En mi mochila llevé dos muñecas de plástico y un juego de damas.

Ese primer día el cuarto me pareció la cosa más horrorosa que había conocido en mi vida: estaba frío, las sábanas tenían un olor raro, como a casa de vieja, y a desodorante de ambiente de lilas, y las ventanas estaban empañadas por algún brillo artificial. «Quiero nadar», pensé.

ー¿Se puede nadar? –pregunté algo tímida para no molestarla. Ahora estábamos solas y seguramente preocupadas por cuánto tiempo estaríamos allí, sin casa y sin padre, sin plata y sin ideas de qué nos depararía el futuro.

ー¿No viste el agua? Es pura basura.

Siempre me ha dado la impresión de que los hoteles no tienen nada que ver con un hogar. Podrán ser lujosos, pero siempre están llenos de gente imposible de conocer, extraños y fugaces que de siempre desaparecen, desconocidos para quienes los atienden y puede que hasta para sí mismos; gente de lejos y gente de cerca –como nosotras.

Ese primer día, mamá no dejó de llorar: se sentó en silencio frente a la ventana; corría las cortinas, las volvía a cerrar, las abría otra vez, otra vez las cerraba. No sé exactamente qué tanto contemplaba afuera. Ahí estaba mirando al vacío mientras aguantaba estoica mis ruidos de malcriada. Pobre, lo que tuvo que soportar de mí.

ーAquí estamos solas. Hacete la idea.

Pero yo no podía hacerme idea de nada, y mucho menos en una cama que no era la mía, donde habían quedado los sueños a la mitad. Tampoco en un baño que no era el mío y cuyo espejo ya conocía mis caras chistosas. El techo era lo más raro: una serie de cuadros con relieves, como pequeñas cornisas, lleno de manchas de humedad, adornado por un ventilador grande y ruidoso. Mi techo, en cambio, era solo un cielorraso lleno de estrellas de papel que yo había pegado con cinta transparente para simular un cielo de fantasía.

Nos quedamos adentro todo el día, y comimos sentadas en la orilla de la cama. Mamá no quería salir ni que la vieran toda magullada, hecha un animal herido que había escapado de las garras del león. Incluso, el chico que nos ayudó con las valijas la miró con una disimulada preocupación, calladito porque los empleados no pueden decir nada, pero con al menos una pregunta pujante en la boca. Al tercer día salimos del cuarto, despacito y a la hora de la siesta. Nos fuimos a la vereda de enfrente y compramos un helado para compartir entre las dos, lo lamimos despacio para enfriarnos las lenguas que no habían conversado mucho en aquellas horas de letargo.

Fue el jueves siguiente cuando aquel hombre –que por nada del mundo ahora llamaba papá–, apareció en la puerta, sin golpear, con la clara intención de no pasar inadvertido. Aumentó el volumen de la voz para demostrar que hablaba en serio, pero yo me imaginé que hablaba fuerte porque quería que lo escucharan clarito más afuera que adentro de la habitación; para todos los espectadores que, ocultos detrás de las cortinas, seguramente estaban siguiendo en vivo nuestra telenovela familiar. Hizo un discurso sufrido de amor, de hombre arrepentido que busca un lugar entre los justos y recibir, al mismo tiempo, la indulgencia de la corona. Mamá, siempre tan bondadosa y dispuesta, abrió la puerta, le dio un beso y nos fuimos a casa. Él me alzó en brazos, sonriente y contento de veras. El tipo no tenía quién le cocinara o planchara, así que muy poco le importaron los detalles de nuestra estadía en el hotel. Y en el apuro del retorno a Ítaca, se me olvidaron las muñecas en la pieza, debajo de la cama. Expliqué que debíamos volver, que las dos muñecas estaban allí, pero no me prestaron atención y se rieron con sorna.

ーNo le hagas caso. Pasa que se entusiasmó con la pileta y quería meterse al agua -le dijo ella mientras lo abrazaba con los brazos llenos de hematomas.

Hasta el día en que nos fuimos la piscina siguió llena de hojas secas y pequeños bichos muertos flotando. El último vistazo que le eché a esa piscina pantanosa, el agua ya era verde y asomaba el cadáver de un gato en la superficie.

Como es de esperar, aquel año volvimos al hotel otras tres ocasiones, y a la misma habitación (porque era la más barata). Ningún perdón exiliaba los golpes y los abusos. Papá –o el hombre que cada dos meses ya no lo era– estallaba cada vez más violento, con más fuerza, más enojo. «¿Por qué me obligas a hacerlo?», le decía.

Un día de tantos en que volvimos al hotel, mamá se quedó dormida en una siesta febril y sanguinolenta, y al despertar dijo que nos quedábamos. «Nos quedamos de una puta vez», dijo, y que ya estaba cansada de ser tan tonta.

Varias veces busqué bajo la cama, a ver si encontraba mis muñecas perdidas, pero debajo del lecho de sueños rotos solo reinaba la oscuridad, el polvo acumulado, todo ese silencio de muertos y la música de los suspiros de una mujer durmiendo con los huesos rotos.

Mario Flores(Tartagal, Argentina)Escritor y editor. Publicó el libro de cuentos Necrópolis (2019), y las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022). Recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes y el Fondo Ciudadano de Desarrollo Cultural de Salta.