Ghost fish

Nalu B

Lo vi de reojo. Al principio creí que se trataba de un gargajo flotando en la pecera vacía que Lala se negaba a lavar a la espera de que Tomasín volviera. Claro que eso no pasaría. Mamá me lo había explicado al volver del trabajo, cuando Lala finalmente se quedó dormida después de tanto llorar. Tomasín está muerto, dijo, bien muerto, el pobrecito; tuve que echarlo a la taza y ver cómo se iba dando vueltas y vueltas, como si no quisiera despedirse, pero al menos ya está en un lugar mejor. Había saltado de la pecera con tan buen tino que terminó en el bote de la basura, seco y tieso. Sin embargo, me pareció verlo allí: rojo, centelleante, ondeando su cola en cámara lenta, como una bandera, casi inmóvil. 

Me froté los ojos para mirar mejor y parpadeé un par de veces antes de asomarme, pero ya no estaba. La pecera estaba vacía, inhabitada. El agua pescaba polvo y quién sabe qué otras partículas que la iban empañando hasta convertirla en un pantano a escala. Tienes que botar esa agua hedionda, le dije a Lala cuando volvió de la escuela. Ella se pasó de largo hasta su cuarto. Se echó de rodillas en el suelo, comenzó a sacar sus libretas y a abrirlas una por una a su alrededor, como si se preparara para realizar un ritual. Caminé hacia ella pero apenas alzó la vista, estiró una pierna y cerró la puerta de una patada. 

Supuse que había sido mi imaginación. Mamá me lo decía a menudo, que la había heredado de mi padre y que tenía que aprender a dominarla o ella me dominaría a mí hasta enloquecerme, como le había pasado al señor ese que terminó huyendo de un enemigo imaginario. A tu papá ni quién quisiera matarlo, se quejaba mamá y no sabía si lo hacía por despecho o por vergüenza de haberle dado un hijo a un tipo tan insignificante. Del papá de Lala sabíamos menos cosas todavía. Debió de ser güero porque los ojos de Lala eran azules, como dos peceras llenas de peces cirujanos (no sé si ese es su nombre o su apodo, pero así aparecen en la internet).

No volví a acordarme del pez de Lala hasta la noche.

Supuse que había sido mi imaginación. Mamá me lo decía a menudo, que la había heredado de mi padre y que tenía que aprender a dominarla o ella me dominaría a mí hasta enloquecerme…

Estaba soñando con Luisa, la de la tiendita, pero estábamos en la playa. Ella estaba usando un traje de baño que le apretaba las chichis bien rico y se iba metiendo de espaldas al mar y me hacía señas para que la siguiera, aunque de repente ya no supe si era Luisa o su hermana; la cosa es que yo la seguía; me metía poco a poco y el agua estaba tibiecita, y yo estiraba las manos y ya casi agarraba a Luisa cuando me desperté. Estaba todo mojado por el sudor, así que me levanté para cambiarme de ropa. Enseguida sentí sed y fui a la cocina por agua. Entonces lo vi de nuevo, estoy seguro. Me alumbraba con la linternita del celular cuando apunté a la pecera. En la pared se proyectó la sombra de un pez tamaño ballena a causa de la cercanía de la luz. Si hubiera sido otro tipo de fantasma, incluso el fantasma de, no sé, un perro o un gato, habría gritado; pero era el fantasma de un pez, nadie le tendría miedo a eso. Encendí la luz y me incliné sobre el agua mohosa aguantando la respiración porque qué pinche asco. Entre la mugre, noté que algo se movía. Algo pequeñito y ligero, del tamaño de Tomasín. Incluso lo llamé por su nombre.

¿Qué haces?, preguntó Lala detrás de mí. Estaba recargada en el marco de la puerta, con la cabeza inclinada a la izquierda y el ceño fruncido, mirándome, juzgándome, mejor dicho. Nada, respondí. Ya limpia esa pinche pecera.

Por la mañana, cuando Lala se fue a la escuela y mamá al trabajo, volví a asomarme a la pecera. El agua estaba quieta. Golpeé el vidrio con un dedo y el agua vibró en pequeñas ondas. Entonces, algo se movió en el fondo. Me agaché para ver desde un costado, pero no había nada: estaba vacía; solo agua, mugre… Tomé un tenedor de la cocina y lo metí en la pecera. Recorrí el fondo lentamente tropezando de vez en cuando con una piedrita o un caracol o una concha de las que Lala pedía en la marisquería y luego usaba para decorar la jaula de vidrio de su pescado. Nada. 

Estaba a punto de rendirme, hasta tuve la intención de lavar la pecera de una vez por todas, cuando sentí que algo jaló el tenedor. Traté de sacarlo, pero eso volvió a tirar del cubierto hacia el fondo. Achis, achis, pensé y volví a inclinarme sobre la pecera. Adentro, apretando el tenedor entre un puñado de dientes afilados, como espadas en miniatura, estaba un pez que de Tomasín solo conservaba el color rojo sangre. Sus ojos eran dos puntos negros, hinchados como globos a punto de explotar; la boca abierta, incapaz de cerrarla a causa de esa impresionante dentadura. 

El pez dio una nueva mordida al tenedor doblándolo entre sus pequeñas fauces. Traté de quitárselo, pero entonces el malnacido pegó un salto. Sentí el roce de sus dientes; apenas alcancé a quitar la mano antes de que volviera a caer en el agua salpicándome con esa mugre líquida. Retrocedí tratando de procesar lo que llevaba días presintiendo: que en esa agua puerca Lala escondía algo que no quería contarnos, algo que ella sabía que era incorrecto tener, una aberración de la naturaleza, pero yo la había descubierto.

Si hubiera sido otro tipo de fantasma, incluso el fantasma de, no sé, un perro o un gato, habría gritado; pero era el fantasma de un pez, nadie le tendría miedo a eso.

Lala era así: sacaba buenas calificaciones, se hacía la bien portada, pero yo sabía que no era cierto, que ningún niño es tan bueno nomás porque sí. Siempre hay algo bajo la superficie. En mi caso, no me esforzaba en disimular. ¿Para qué? Mamá conocía de memoria mis mañas; no tenía sentido ocultárselos. Pero Lala…, lo único que sabía de su padre es que era güero, de ojos azules y a lo mejor hablaba inglés porque a ella se le daba muy bien; era su clase favorita. Pero había nacido de la misma madre que yo y por eso podía adivinar que debajo de esa carita de nomatoniunamosca y sus libretas ordenadas en el piso alrededor de ella debía estar tramando algo malévolo. Teníamos la misma sangre podrida corriéndonos por las venas.

Despacito, volví a asomarme intentando esconder mi sombra para no advertir al pez. Cuando al fin pude ver dentro de la pecera, estaba vacía. Otra vez. Puse una tabla de picar sobre la pecera, por si acaso, y me senté a ver la tele esperando a que Lala volviera de la escuela. No estudiaba lejos, así que iba y volvía caminando siempre por el mismo caminito, y siempre de la mano de sus dos mejores amigas, que me desesperaban porque sus voces eran demasiado chillonas y usaban palabras rimbombantes que en la realidad nadie usaba, excepto en los doblajes de películas. Escuché el cascabeleo de sus llaves al abrir la reja de la cochera y sus pasitos hasta la puerta. Al entrar, me miró por el rabillo del ojo, con una mezcla de indiferencia y asco, y se encaminó a su cuarto. 

Pérate, morra, le dije levantándome del sillón. ¿Tú no estudias, o qué?, contestó esquivando mi mano. La tomé por el asa de la mochila y la hice ir conmigo hasta la pecera. No vas a hacer tarea hasta que la laves, dije. Fue lo primero que se me ocurrió. Pero no fue una mala idea. Si sabía lo del pez fantasma, se negaría; y si aun así lo hacía, sabía que el pez no se iría por el drenaje sin mordisquearle antes los deditos. ¿Y entonces?, insistí sacudiéndola de la mochila.

Lala extendió los brazos robóticamente, tomó la pecera sin quitarle la tabla de encima, y se dirigió al patio. Yo la seguí con mi mano todavía prendida a su mochila, como si fuera su correa. Colocó la pecera en el lavadero, quitó la tabla, la puso a un costado, se remangó el suéter y sumergió la mano en esa agua turbia. Primero sacó una piedra lisita, de esas que recogimos en el río con el exnovio de mamá. Después, un caracol. La tercera vez que metió la mano me miró a los ojos con esa mirada celeste y enrabiada; de pronto, su rostro se deformó en una mueca de dolor.

¡Auch!, gritó apartando la mano rápidamente. ¿Ves lo que hace tu engendro ese?, exclamé sonriendo. Lala se dobló sobre su mano herida, temblando. La tomé de la barbilla para levantarle el rostro, pero cuando me miró no lloraba, sino que se reía. De verdad que eres tonto, dijo. Di un paso atrás, quizá dos. ¿Lo viste, no? A Tomasín, preguntó. Esa cosa no era Tomasín. Era una puta piraña, contesté. No lo entiendes porque estás pendejo de tanto faltar a la escuela, dijo Lala y extendió hacia mí el brazo con el puñito cerrado. Tomasín ya no quería vivir en esta horrible pecera. Por eso se escapó: para ser libre, para convertirse en la verdadera forma de su espíritu. 

Lala abrió el puño y el pez flotó en el aire, sobre su mano, nadando entre sus dedos y frotándose contra ellos cariñosamente. La mejor parte es que no tienes que cambiarle el agua a los «ghost fish». Lala me miró arqueando una ceja: pez fantasma, para que me entiendas, retrasado. Sí había entendido, pendeja, contesté. Lala se inclinó sobre su pez y besó su lomito. Anda, Tomasín, ¿por qué no juegas a la piraña con mi hermanito? Lala me miró y comenzó la cuenta regresiva. Entré a la casa rápidamente y cerré la puerta detrás de mí. Hasta le puse seguro. No sé si eso sirva de algo, agregó entre risas, ¿has escuchado que los fantasmas pueden atravesar las paredes?

Nalu B(Querétaro, México)Profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. Licenciada en estudios literarios con línea ter-minal en literatura creativa. Ha participado en congresos de literatura a nivel local e internacional sobre el tema de reescritura e identidad. Actualmente estudia la maestría en docencia y está desarrollando una tesis sobre la enseñanza de literatura en bachilleratos técnicos.