Apoya a Cuentística
Me agrada sobremanera la frase de Chesterton, «The criminal is the creative artist; the detective only the critic»,[1] porque me parece esencialmente cierta. Se enuncia en «The Blue Cross», el primer cuento sobre el Padre Brown, su afable detective, que protagoniza un ciclo de historias policiales publicadas durante veinticinco años, desde 1911, un año después de que el cuento se publicó en una revista, hasta 1936, cuando Chesterton murió. El autor creó al antidetective de su época, puesto que lo hace físicamente insignificante y creyente, a diferencia de Sherlock Holmes que, amén de pugilista y experto en ciertas artes marciales y criptografía, llega a resolver los crímenes de manera inverosímil o francamente incoherente.[2] Si bien Chesterton no habla de Holmes en su cuento, describe a Aristide Valentin, el jefe de la policía, como lo opuesto de «una máquina pensante», denominación con la que se conocía al profesor Augustus S. F. X. Van Dunsen, el detective de Jacques Futrelle que fue célebre a principios del siglo XX. Chesterton, pues, es consciente del contexto en el cual escribe.
Sería fácil adjudicar la cita al Padre Brown debido al protagonismo de la figura detectivesca en la literatura policial; pero quien la dice es Valentin. Por tratarse del primer cuento de ciclo, es comprensible que Chesterton todavía no haya definido a los personajes recurrentes, ya que la historia se centra en Valentin y no en Brown, además de que el criminal es Hercule Flambeau, quien, en relatos posteriores, se reforma hasta volverse la mano derecha del detective protagónico, y cuya corpulencia suele ser muy útil para atrapar a los malhechores.
Esta frase me cautiva por su profundidad. La primera lectura, y quizá la más evidente, es una síntesis del argumento: Flambeau sería el artista criminal y Valentin el detective crítico, en vista de que el primero convierte la trama en un misterio y el segundo trata de resolverlo por medio de su intelecto y una serie de pistas. Por un lado, Chesterton equipara el crimen con el arte, porque los describe como técnicas. Mientras mejor se lleve a cabo la técnica, más eficaz será. Por otro, compara el detective con el intérprete, porque el crimen y la pieza de arte requieren del espectador, del otro, para que expresen lo que quieren decir; solamente adquieren sentido hasta que alguien los contempla, los interpreta, porque si no el crimen no sería más que un acto deleznable y el arte un mero objeto. No es azaroso que el lector siga al detective en su pesquisa, porque él también se vuelve un intérprete de los hechos y, si es atento y la historia le atrae, es muy probable que se empeñe en resolver el misterio a la par del detective. Al igual que la buena literatura, la literatura policial pide la colaboración del lector. Chesterton cifra la poética de la literatura policial en una frase, porque se refiere a los componentes intrínsecos de esta forma ficcional: la obra detectivesca trata sobre un crimen (asesinatos, robos, etc.) que alguien (generalmente un detective u otro agente) busca resolver. Ahora bien, el escritor ingenioso, el que puede innovar en la tradición policial, es aquel que no engaña nada más a los personajes, incluido al detective, sino al lector mismo, o que la reconfigura de alguna otra manera. Lo cierto es que es difícil innovar en una forma tan fija como la policial, ya que lo que la constituye prácticamente no ha cambiado a lo largo del tiempo.
Creo que la frase entraña una segunda lectura, cuyo sentido ya no se relaciona con el relato chestertoniano, sino que va más allá. El escritor ofrece una pieza de arte al lector (un crimen si se quiere). Sea lo que sea que represente esta obra, se ve como un misterio, como algo que ha de interpretarse. El detective sería el crítico (entiéndase el crítico literario) que se propone interpretar la obra del escritor. Es el que detecta lo que hay en ella, desde lo que es evidente hasta lo que no emerge a primera vista. Y también el que propone un orden, puesto que interpretar es dar orden a lo que aparentemente no lo tiene, aunque toda obra de arte bien hecha posee una forma y está ordenada. Uno crea para que el otro comente lo que se creó: el crítico no existe por sí solo, su labor parte de la obra del escritor, porque trabaja con ella. Es un discurso de segundo grado, por así llamarlo. En cambio, el escritor no requiere del crítico en modo alguno. Escribe lo que quiere sin que necesite del crítico. Su discurso es de primer grado. Sin embargo, eso no quiere decir que la creación sea más importante que la crítica o viceversa, pues es insensato establecer jerarquías entre ellas. Más bien cada una tiene su razón de ser y no es extraño que se nutran una a la otra.
Chesterton no ideó su frase de la nada. Pienso en dos antecedentes, De Quincey y Wilde, que hicieron afirmaciones afines sobre el arte y que dudo que Chesterton desconociera debido a su popularidad en la tradición inglesa. En Del asesinato considerado como una de las bellas artes, De Quincey formula la tesis polémica de que subyace algo bello en el asesinato. Quien lo contempla obtiene más si lo hace estéticamente en vez de condenarlo desde la moral, porque no se puede resarcir el asesinato, pues nadie puede resucitar a la víctima. Hay que subrayar que De Quincey no hace una apología del asesinato, sino que en su cavilación sobresale el humor negro, la autocrítica y la sátira. Por eso elucubra que, en los últimos doscientos años (recordemos que su ensayo se publica en 1827), el filósofo genuino ha sufrido atentados contra su vida o la ha perdido a manos de alguien más, o bien indica que el callejón mal iluminado, la poesía, el sentimiento, la disposición de la víctima y el victimario en el escenario suelen ser los ingredientes indispensables de un asesinato.
Wilde encamina su pensamiento en otra dirección. En «El crítico como artista» valora al crítico justamente así. A imitación de los diálogos socráticos, Ernest y Gilbert debaten sobre el arte y la crítica. Si bien la estructura del diálogo me parece impostada, porque casi todo lo que dice Ernest lo refuta Gilbert y es este personaje el portavoz de las ideas de Wilde, abundan las aserciones interesantes. El autor afirma que la creación no está por encima de la crítica, en razón de que es igual de valiosa, y que la obra artística siempre es deliberada y consciente de sí misma. Wilde aprecia la crítica como arte, como si fuera una «creación dentro de la creación», porque es más difícil hablar de lo que ya está hecho en comparación con lo que todavía no lo está debido a que el artista dispone de los materiales de su oficio, verbigracia: el pintor trabaja con la perspectiva y los colores, el músico con el sonido y el ritmo o el escritor con las palabras y las figuras del lenguaje, pero el material del crítico tiene que ser, por necesidad, el arte. Para Wilde, el crítico no ha de ser justo, racional o sincero, sino que debe tener un temperamento artístico y reflexionar acerca del «mood», del estado de ánimo creado por el artista.
Es claro que lo que une estas tres consideraciones es el vínculo con el arte. Independientemente de que Chesterton escribió un cuento, De Quincey un ensayo y Wilde un diálogo, los tres meditan sobre el arte y el artista, porque el arte es reflexivo por naturaleza y además llega a ser recursivo. No es nada raro que el artista suela hablar de su labor en la obra y que connote u oculte el mensaje en vez de hacerlo explícito. En lo que respecta al escritor, no es infrecuente que se refiera a su faena al momento de escribir y algunos lo hacen a tal grado que se vuelve el tema de una o más obras, e incluso se convierte en la obsesión de no pocos autores. Pienso que el escritor en general no puede eximirse de cierto espíritu crítico, tiende hacia ello, ya que la verbalización literaria, es decir, expresar ideas y sentimientos por medio de palabras, requiere de mucha práctica antes de que se dé con la palabra precisa en el pasaje indicado. En esa línea la verbalización coincide con la crítica, puesto que las dos involucran la capacidad de discernimiento. Ahora bien, el grado en que un escritor es crítico es variable. En algunos se manifiesta bastante, en otros menos y en otros cuantos puede ser tenue. Sea lo que fuere, creo que se da esta tendencia en cualquier escritor, porque el arte es sin duda crítico y tal vez sea la actividad más crítica del ser humano.
Un ejemplo que ilustra magistralmente el espíritu crítico del escritor es Nombre falso, de Piglia, una novela corta que se publicó por primera vez en 1975 y que está narrada y protagonizada por una versión ficticia suya. Trata sobre una colección de escritos supuestamente inéditos del escritor argentino Roberto Arlt que el personaje Piglia halló o que le vendieron y que este quiere dar a conocer. De todos ellos el más importante es el cuento «Luba», del que se dice que Arlt escribió antes de morir, en 1942. La novela se divide en dos partes: «Homenaje a Roberto Arlt» y «Apéndice: Luba». La primera es la parodia de una pesquisa bibliográfica y se asemeja, además, a una narración policial. La segunda es el cuento propiamente hablando. Puede argüirse que la primera parte es la más sorprendente de las dos. Por tratarse de la parodia de una indagación, el autor la presenta como un riguroso artículo académico cuyo objetivo es exponer el hallazgo de «Luba», aunque el rigor se diluye a medida que se llega al meollo. Para presentar esta parte, Piglia hace uso del vocabulario crítico, copiosas notas al pie explicativas y ecdóticas, alusiones veladas, citas apócrifas, falsas o auténticas, atribuciones, referencias de la literatura y de otra índole. No es casual que la primera parte sea más extensa que la segunda: el comentario del texto supera al texto que dio origen al comentario (recuerda, por consiguiente, Pale Fire, de Nabokov, que apareció unos años antes). Debido a todos estos rasgos y otros da la impresión de que Piglia, en efecto, dio con el inédito, porque nos hace creer que su ficción no se parece a una ficción.
En la segunda parte se consigue otro prodigio: Piglia recrea el estilo de Arlt de un modo tan convincente que hubo quien de verdad pensó que exhumó el inédito. Lo que a la vez evoca a Borges. Es famosa la anécdota de que Bioy Casares intentó comprar un ejemplar de El acercamiento a Almotásim después de leer «El acercamiento a Almotásim», y también es conocido que un estudioso de la obra de Borges creyó que Pierre Menard debió de haber vivido y trató de probarlo en un libro entero. «Apéndice: Luba» narra el encuentro de un anarquista perseguido con una prostituta en una casa de citas y cómo los dos cambian, porque no se acuestan, y al final Luba le revela al visitante su verdadero nombre.
No es irrazonable columbrar que Piglia tenía en mente el relato de Chesterton al escribir su novela. Sobre todo en una de las notas al pie de la primera parte lo alude: «Un crítico literario es siempre, de algún modo, un detective: persigue sobre la superficie de los textos, las huellas, los rastros que permiten descifrar su enigma»[3], y esta conjetura se consolida cuando se lee lo siguiente en la misma nota: «cuando se dice [...] que todo crítico es un escritor fracasado ¿no se confirma de hecho un mito clásico de la novela policial?: el detective es siempre un criminal frustrado (o un criminal en potencia)». Esta última cita cobra sentido pleno en cuanto el lector comprende que el detective, encarnado en el Piglia narrador-personaje, se ha convertido en un criminal. Y esta revelación no surge en la primera lectura, porque el autor supo ocultarla tan bien que emerge hasta que el lector confronta la primera parte, que acontece después en la narración, con la segunda, que sucede primero, y hasta que se percata de lo que se cuenta de modo oblicuo: Piglia erige una poética del plagio y la reescritura. Con malicia, él trastoca el orden de las partes, imita el estilo arltiano y reescribe el modelo en el que se basa para suscitar este efecto.
Resulta que «Apéndice: Luba» es un plagio de «Las tinieblas», un cuento del escritor ruso Leonid Andreyev, y el personaje Piglia se lo atribuye a Arlt con miras a publicarlo con ese «nombre falso». El plagio, entiéndase bien, es literario. Hay muchos nexos entre los dos cuentos, por ejemplo, el texto de Andreyev también trata del encuentro de un anarquista con una prostituta, pero Piglia añade elementos arltianos que no están en el original como el fraude. Después, el narrador da con Samuel Kostia, que conoció a Arlt y que tiene el manuscrito casi íntegro de «Luba» en su poder. El personaje Piglia lo convence de vendérselo por una gran suma, aunque luego Kostia se arrepiente y le exige que se lo devuelva a cambio del dinero. Como el narrador se niega, este se le adelanta y lo publica primero con su nombre poco antes de que se cierre la primera parte. El lector no entiende por qué Kostia estafó al narrador y traicionó a Arlt. Sin embargo, tras sucesivas lecturas, el lector se da cuenta de que el que en realidad traicionó a Arlt es el personaje Piglia. Este recibe una caja metálica de Andrés Martina, quien le ha vendido otros inéditos, la cual contiene, entre otras posesiones de Arlt, las páginas faltantes del cuento mecanografiado y un ejemplar de «Las tinieblas». El narrador no menciona lo fundamental, que es que Arlt plagió el cuento de Andreyev y por eso Kostia se apresura a publicar «Luba» con su nombre y no el de Arlt para protegerlo, puesto que también está enterado del plagio. Aun así el Piglia descarado decide publicar el cuento de Arlt con el nombre de Arlt sin decir que es una falsificación y sin aclararle al lector que es un criminal, ya que hizo lo que sea a fin de adueñarse de los escritos de otro y, lo que es peor, alteró su sentido, pero lo que es mejor para la literatura es que Piglia, el autor de carne y hueso, corrobora la validez del plagio literario y la reescritura. En Nombre falso conjuga las vertientes borgeana (los juegos entre realidad y ficción) y arltiana (la magnitud del fraude y el engaño) que él considera que fundamentan la literatura argentina y acaso la literatura en general. A la vez subvierte el código de lo policial, porque el lector ya no sabe si identificarse con el detective o el criminal, que se funden y confunden. Es legítimo que un autor como Piglia, con una marcada veta crítica, haya escrito esta obra, y se entiende por qué ha inspirado a otros escritores. No importa que un crítico no pueda hacerlo, porque su fin no es escribir el «nombre falso» sino descifrar lo que hay de falso o verdadero detrás del nombre.
[1] «The Blue Cross», The Innocence of Father Brown, en The Collected Works of G. K. Chesterton XII, intr. y notas de John Peterson, Ignatius Press, San Francisco, 2005, The Father Brown Stories: Part I, p. 35. Carezco de traducciones al español de la obra de Chesterton en mi biblioteca, por lo que traduzco por mi cuenta: «El criminal es el artista creativo; el detective no es más que el crítico».
[2] Se sabe que Borges no tenía en muy alta estima a Conan Doyle y su detective epónimo, de quien se queja que resuelva los misterios por medio de ardides como la ceniza del cigarro y a quien llamó un «descifrador de cenizas». Nótese cómo lo descalifica en «Los laberintos policiales y Chesterton», en el que plantea los códigos de lo que él cree que precisa el buen cuento policial: «Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y [solamente] derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente» (Sur, año 5, núm. 10, julio de 1935, p. 93). El lector curioso puede encontrar la cita borgeana en un sinfín de fuentes en Internet, pero en las que pude revisar no se indica qué texto de Conan Doyle es el que critica Borges. A riesgo de equivocarme, puede ser que se refiera a The Sign of Four, la segunda novela de un total de cuatro que Conan Doyle escribió sobre Holmes, además de los cincuenta y seis cuentos que, en su conjunto, conforman el canon del detective de 221B Baker Street. En el primer capítulo, no en vano titulado «The Science of Deduction», Holmes hace mención de «Sobre la distinción de las cenizas de varios tabacos», una de las monografías de su autoría en las que enumera ciento cuarenta formas de cigarro, cigarrillo y tabaco de pipa que funcionan para atrapar a los criminales: «It is a point which is continually turning up in criminal trials, and which is sometimes of supreme importance as a clue. If you can say definitely, for example, that some murder had been done by a man who was smoking an Indian lunkah, it obviously narrows your field of search» (Conan Doyle, The Sign of Four, Spencer Blackett, Londres, 1890, pp. 9-10). Tampoco cuento con traducciones de la obra de Conan Doyle, por lo que vierto la cita: «Es una cuestión que continuamente se manifiesta en los procesos penales y que suele ser fundamental como pista. Si se puede afirmar con certeza, por ejemplo, que tal asesinato fue cometido por un hombre que fumaba un lunkah indio, ciertamente se reduce el campo de búsqueda».
[3] Nombre falso, en Nombre falso, ed. definitiva, Espasa Calpe, Seix Barral, Buenos Aires, 1994, p. 122.
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