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Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira.
Antón Chéjov
Uno de los consejos que nunca faltan de las personas que ejercemos el oficio de escribir para quienes han tomado la decisión –o están a punto de hacerlo- de emprender en la escritura es: hay que leer. Es imprescindible. Y aunque coincido con la premisa, se nos ha olvidado mencionar que al leer descubrimos, entre otras cosas, las técnicas del oficio, pero que es ejerciendo la escritura que la desarrollamos. Sin embargo, y como se sospecha, entre estos dos puntos hace falta algo. Y es siempre ese algo lo que olvidamos mencionar.
La omisión no es menor, ni mucho menos inofensiva. En los tiempos donde la exigencia de una superespecialización en la materia que se pretende ejercer es cada vez mayor (aunque a veces no es más necesaria), tenemos que hacer esta aclaración puntual: que la literatura (y el arte en general) no es entrañable por su técnica brillante (aunque debemos procurar el desarrollo de una técnica depurada), esa de la que hablan principalmente los estudiosos de la materia, la mayoría de ellos académicos, ni por los temas que se tratan, sino por es otra cosa: su capacidad para conmover al lector. Es decir: darle una sacudida que lo saque de su impasibilidad. Con esto no me refiero a escribir de asuntos sentimentales, cursis o desgarradores (o como dicen algunos por ahí: para sensibilizar; ya regresaré a este asunto después), que induzcan a la culpa o al llanto.
Lo que digo es que el escritor debe aprender a usar los recursos de los que dispone, no solo los técnicos, sino los de su propio entendimiento, de los otros y de sí mismo, y del mundo que lo rodea. O en pocas palabras: de la vida que vive, la que conoce, la que le gustaría. Y para esto no hay libro que valga: solo se obtiene a partir de la experiencia, de la reflexión constante y metódica, de la capacidad de crítica y autoanálisis.
Así que la técnica no hace al artista, aunque el artista necesita desarrollar una técnica que le facilite su labor.
Al momento de escribir este texto hará unas semanas que me invitaron a participar en una modesta pero loable feria del libro, en una escuela del Colegio de Bachilleres al norte de la Ciudad de México, y en la que ofrecí una breve conferencia sobre el oficio del escritor. Comencé la charla haciéndole una pregunta a los jóvenes presentes: ¿qué hace un escritor? Algunos de ellos sonrieron antes de responder con timidez lo que parecía obvio: pues escribe. Sí, pero de qué o sobre qué. Y es aquí donde la respuesta ya no se hace obvia. Unos dijeron que sobre cualquier cosa; otros, que sobre personajes que tienen aventuras, y por esto se tiende a imaginar (no siempre, aunque sí por lo regular) grandes hazañas u odiseas admirables. En otros casos, se piensa que el escritor debe escribir sobre asuntos trascendentales, como la muerte, el amor (o desamor), o de coyuntura social. A veces, incluso sobre lo cotidiano. O en pocas palabras: que escribe sobre la vida de los personajes que le interesan.
En este tipo de charlas con jóvenes suelo preguntarme: ¿quién es más probable que se convierta en un escritor: el estudioso de los libros, el de las técnicas literarias y los autores —antiguos o modernos— a los que consideramos autoridades en la materia? ¿O el que cursa una carrera en creación literaria y consigue, al final, un diploma o título que lo acredite como un profesional? ¿O el que asiste a talleres, clubes de lectura o eventos culturales? ¿O acaso será el que tiene algo que decir sobre sí mismo? Bueno, el germen del escritor puede estar en todos, pero a mí el que más me interesa está en el que quiere narrar algo. Y entre los jóvenes, suele ser el que cuenta las anécdotas colectivas, al que le piden que relate una, dos o cien veces el día que sucedió eso que vale la pena contar. Y aunque mucho del éxito de su narración depende del cómo lo haga (la técnica), lo memorable no es precisamente eso, sino la anécdota en sí misma. Porque una buena historia mal contada desencanta, así como un discurso elocuente pero hueco aburre o fastidia.
Así que el asunto y la técnica son dos cosas distintas que se necesitan mutuamente. Pero hace falta la parte emotiva de quien narra, que es, al final, la razón primordial detrás de la historia, o el por qué cuenta lo que cuenta y no cualquier otra cosa.
En la literatura la forma es fondo, pero el fondo no es un tema en particular. Esto es: que una obra literaria no es importante por el o los asuntos que toca, sino por la perspectiva que el autor nos ofrece. Aquí es donde entra en juego emotividad de un relato, que no significa hacerlo sentimental, sino apelar a una amplia gama de emociones del lector, que son mucho más complejas y casi siempre están entrelazadas, en mayor o menor medida, con sus pares y opuestos.
Ya he escrito más extensamente sobre esto en columnas pasadas.
Entonces, las historias que leemos, los relatos (cuentos o novelas) que consideramos como nuestros preferidos —casi— nunca lo son solo por la técnica con los que se escribieron, aunque siempre reconoceremos una obra bien escrita de una que no lo está. Es algo que salta a la vista de inmediato. Las técnicas que admiramos, más bien, nos incitan a ensayar nuestras historias con ellas. Es por eso que el escritor primerizo, el novel, intentará parecerse a sus maestros, a los que considere como tal. Eso es lo que puede (y necesita) aprender de ellos. Pero son sus historias, con su carga emotiva y su propia perspectiva de las cosas las que deberá proponernos, porque si sigue los mismos pasos que sus mentores, ¿para qué molestarse en leerlo? Asimismo, esta persona también debería preguntarse, ¿para qué quiere escribir?
Por eso es relativamente sencillo identificar a los imitadores: el énfasis de sus historias está puesto en ajustarse a una técnica. Esto es, a rasgos generales, lo que hacen las inteligencias artificiales generativas, a las que se les puede ordenar que escriban un cuento o novela con la técnica de cualquier autor. Esto es lo que se estudia y puede aprenderse, como se ve, y para ellas es pan comido: en menos de lo que pueda imaginarse armarán un texto con todos los elementos solicitados (modos, temas, asuntos, palabras clave y hasta pasajes, si se quiere). Algo que a los humanos nos cuesta años de estudio, de ensayos y rechazos, las inteligencias artificiales lo desarrollan en un santiamén. Pero, ¿para qué quiere un escritor que alguien más (en este caso: algo) le escriba sus relatos? ¿Qué hay de profesional en eso? Y me refiero al acto de practicar el oficio con seriedad, hacer de la escritura un hábito y del hábito un propósito de vida. Lo que hacen los usuarios de las inteligencias artificiales no es arte. Y esa no es la literatura que me interesa.
El escritor hondureño Augusto Monterroso escribió un cuento satírico sobre un hombre cuarentón que desea convertirse en escritor: vive, duerme y hasta habla como uno, pero no escribe. Leopoldo toma notas, desarrolla temas e investiga hasta donde puede sobre los asuntos de los que quiere escribir, pero no es capaz de hacerlo. Es disciplinado, un lector voraz al que no le falta sentido crítico, incluso con sus propios intentos. Por eso elude la escritura.
Su aspiración, nos dice Monterroso, surgió en plena juventud, cuando uno de sus vecinos de pensión lo vio con un libro en la mano que pretendía vender para ganar un poco de dinero para ir al cine. El vecino le preguntó si le gustaba leer y escribir, a lo que respondió que sí, aunque no estaba seguro de eso. La verdad es que Leopoldo estaba impresionado por los otros pensionistas: un médico y un ingeniero que se tenían tirria, además del esposo de la casera, que pasó fugazmente por la facultad de Derecho y al que llaman licenciado. Esto lo hizo sentirse en un ambiente intelectual. Por eso, cuando el vecino revela a la comunidad que entre ellos se encuentra un escritor Leopoldo asume el cargo aunque no sabe de lo que se trata el oficio. En su diario, que escribe con carencias lingüísticas, supone que para escribir un cuento solo tiene que imaginarse cosas y escribirlas. ¿Qué tan difícil puede ser?
Desde entonces se puso a trabajar en sus relatos, pero nadie ha visto nunca un escrito de su autoría. Incluso su esposa, que se casó con él por ese aire de importancia que lo envuelve, nunca ha leído algo suyo. Le cree a Leopoldo cuando asevera que es un escritor, no por ingenua, sino porque habla constantemente sobre la escritura, hace crítica de otras obras y sostiene que no hay mal tema para escribir. Por eso tiene un montón de notas sobre casi todo lo que investiga. La cosa es organizar todo eso para escribir un cuento magnífico (o hasta una novela, piensa).
El problema, como lo dice el mismo Leopoldo, es que se ha pasado los últimos siete años estudiando, y ya tiene que demostrarse a sí mismo que es capaz de escribir algo importante, y por importante piensa en una obra que critique con ingenio a la sociedad en la que vive. Un día que «amaneció inspirado» se sentó, por fin, a escribir su relato: un perrito de la ciudad que va al campo con su dueño, un señor adinerado, y que se enfrenta a muerte con un puercoespín. Pero la tragedia es que sus estudios e investigaciones de retórica y gramática no le aportaron la suficiente información para escribir el cuento que ha planeado por años. Es decir: aprendió cómo debe redactar con propiedad, pero no sabe cómo escribir bien. Además, se enfrenta a un peligroso dilema: ¿qué personaje debe ser el vencedor? Se pone a considerar los simbolismos y lo que representan, según él: si gana el perro podría interpretarse como el triunfo del progreso sobre la tradición, pero si pierde, como el menosprecio por la civilización. Incluso se imagina los encabezados de los periódicos y la crítica que recibirá sea cual sea la decisión. Y esto vuelve a detenerlo.
A Leopoldo le interesa más la opinión de los otros que sus propias aspiraciones porque teme al ridículo. A su edad ya no tiene tiempo para ensayar: tiene que dar el campanazo a la primera. Y con lo perfeccionista que según se cree, vuelve a estudiar para no cometer ningún error.
Esto me recordó el patético anuncio televisivo de un refresco en el que un oficinista aburrido deciden abandonar su tedioso trabajo para emprender una aventura profesional por su cuenta. El eslogan, claro, es rómpela, sustentado por algunas frases motivacionales que incitan a salirse de los mandatos. El asunto es que el tipo (un joven bien parecido) renuncia después de probar su bebida azucarada para seguir su sueño: convertirse en fotógrafo. Pero, ¿con qué fin? Para ganar fama y reconocimientos. Ese es el mensaje.
Este tipo de discursos da por hecho que el talento es algo innato, y que solo basta con desear algo para que salga bien y a la primera. Y como dije en La tríada del arte, otro de mis ensayos: el talento es algo que se desarrolla, y para eso se requiere tiempo, disciplina y constancia, además de aptitudes, vocación y carácter. Pues esta también es la tragedia de Leopoldo: no tiene nada de esto; tan solo el deseo de fama y fortuna, y la falsa creencia de que es fácil hacer algo con solo desearlo. O como dicen por ahí: decretándolo.
Ya hacia el final del cuento, cuando el agotamiento físico y mental que le produce intentar escribir es evidente, decide tomarse un descanso en el campo, y piensa que de un viaje así podría escribirse un relato extraordinario.
En resumen: Leopoldo es un escritor que no quiere escribir. Y si hubiera vivido en nuestros tiempos, tal vez habría sido un fanático de la inteligencia artificial generativa, y gracias a ella habría podido superar su falta de obra publicada, pero esto, de todos modos, no lo haría un escritor.
El cuento de Monterroso ilustra de filón la insensatez del consejo reiterado que le damos a quienes están pensando en dedicarse a escribir: que para hacerlo solo deben leer. Sí, hay que leer, sin duda, pero cuando hagamos esta aseveración también deberíamos desarrollarla otro poco. Yo comenzaría por decir que leer con atención te ayudará a descubrir las distintas técnicas de escritura de los que te precedieron; la técnica es necesaria, pero para escribir también necesitas mirar atentamente lo que te rodea, todo, para tratar de descifrarlo; descifrarlo para comprenderlo; comprenderlo para entender los resortes que mueven los distintos mecanismos de la condición humana, y aprovecharlo en tu escritura, que deberá aspirar a sentirse como una realidad viable y tangible. No importa que quieras escribir de fantasmas, extraterrestres o cualquier otra cosa: tu relato debe parecernos absolutamente verosímil. La mejor forma de conseguirlo es tratar de engañarnos usando tus mejores trucos (que no mentiras: eso no lo tolera el arte, como escribió Chéjov). No debes olvidar que el relato de ficción es una cosa fingida y no la vida misma. Es decir: no es la realidad en la que vivimos, con todos sus vicios y desgracias; no debes confundirlas. La realidad del relato es otra, y tu trabajo es construirla, con sus propias reglas, y ofrecerla lo más completa que puedas. Y para conseguirlo deberás estar muy atento a lo que sucede en tu mundo, dentro de ti. Deberás tomarte como sujeto de estudio, como modelo y base, y también a los que te rodean. Tendrás que echar mano de las cosas que conoces, y para eso debes salir de vez en cuando a conocer otros horizontes. No hablo de tener aventuras, no, pero no desaproveches la oportunidad cuando puedas tenerlas. Me refiero a eso otro que he señalado antes. ¡Ah, y una cosa más! Debes escribir. Tienes que hacerlo, con miedo y a pesar de él. Tienes que escribir como si estuvieras seguro de lo que estás diciendo, que suene lo más parecido a lo que imaginaste y no aproximaciones. Recuerda que tu relato debe sostenerse por sí mismo porque una vez que lo hagas público tú no estarás ahí para explicarlo. Por eso debe ser entendible no solo por ti, sino también por otros. Esto requiere práctica, por supuesto, y de reflexión, mucha reflexión. Nadie comienza atinándole a la primera cuando comparte sus ideas, te lo aseguro. A veces van a darte ganas de adornar de más una frase, un párrafo, un pasaje entero, lo que podría entorpecer su entendimiento; otras, creerás haber dicho todo lo que era necesario decir, pero no será así, y tendrás que rehacer cada frase, cada expresión problemática, o de plano prescindir de ellas. Tendrás que ser crítico con tu trabajo para darte cuenta de eso. Léelo como si fuera el cuento de otro; léelo en voz alta, interprétalo para que descubras cómo se narran los movimientos corporales, las transiciones, los gestos. Y recuerda: no escribas para agradarle a la gente: nunca estarán todos satisfechos con lo que hagas. Concéntrate en lo que realmente quieres, y hazlo. Inténtalo, que te importe un pepino hacer el ridículo. Vas a equivocarte, y es ahí cuando aprenderás a corregir. No hay otro modo. Nadie crece entre los aplausos, las loas, los «oye, qué bonito». Pero ten cuidado, porque si te pasas de listo llegarás a suponer que eres magnífico, y para tu desgracia es muy probable que no lo seas, y más te vale estar dispuesto a aceptarlo. Y sin embargo, esto no tendría que destruir tus deseos de escribir; si lo hace, si no estás preparado para la crítica, si decides que sería más fácil hacer cualquier otra cosa, o si crees que no hay genio más brillante que el tuyo, te recomiendo que te busques otro oficio. Aunque también existe la posibilidad de que si decides no hacer caso a estas recomendaciones te conviertas en una estrella de la industria editorial, lo que no estaría nada mal. Si lo consigues no tendrás que preocuparte nunca más por el qué dirán, ya que la fama velará todas las carencias narrativas que tengas. Entonces, ¿a qué esperas? Ponte a leer, a escribir, a vivir.
Como podrá deducirse: hacerse escritor no es una tarea sencilla, ni un pasatiempo o una actividad ligera que pueda ejercerse en los ratos libres, ni mucho menos algo que se le pueda delegar a una entidad virtual. Nadie se hace escritor porque haya aprobado Lectura y Redacción en la escuela, del mismo modo que nadie se asume como músico solo por tamborilear con los dedos en la mesa.