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Cuando alguien se enferma, su situación no solo afecta a esa persona, sino también a quienes le rodean. Si bien el enfermo es el que padece los peores estragos de su condición, quienes están a su alrededor, en mayor o menor medida, lo resienten. De ahí que el estado de postración sea tan difícil de afrontar, ya que modifica la vida de quienes se encuentran cerca.
En el ánimo de procurar las atenciones necesarias para preservar su vida y su integridad, las amistades y la familia del convaleciente también comparten, a su manera, la enfermedad y sus consecuencias. Sin embargo, y pese a compartirlas, los puentes de comunicación entre personas sanas y enfermas se reducen bastante y, con ello, las posibilidades de brindar algún consuelo o alivio se limitan sobremanera. De ello me dispondré a hablar en las siguientes páginas.
La forma en la que Susan Sontag da comienzo a uno de sus mejores ensayos, titulado La enfermedad y sus metáforas, me parece notable. Ella dice lo siguiente: «La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar». Con sus palabras, Sontag dice casi lo mismo que Lihn en algunos de sus poemas de Diario de muerte, y que comenté en «(Re)encuentro con Enrique Lihn». Para él solo hay dos países; para Sontag dos pasaportes. Y entre uno y otro país, entre uno y otro pasaporte, nos debatimos la vida hasta que, tarde o temprano, el tiempo y la salud se nos terminan. De eso no hay duda.
Pero el pasaporte de la enfermedad es uno que cada persona usará en determinados momentos de su vida. No es un pasaporte compartido, aunque las personas a nuestro alrededor puedan seguirnos durante ese viaje. Lo que es compartido es la experiencia de este acontecimiento. Se ve al enfermo, se le asiste, se le ayuda cuando peor lo pasa, pero no se puede ser él en ningún momento; no se puede sufrir lo que él sufre.
Comunicar la enfermedad es una cuestión cada vez más complicada, como bien lo señaló Norbert Elias en un pequeño ensayo titulado La soledad de los moribundos: «…el cambio civilizador genera en su etapa actual en muchas personas un considerable temor y a menudo una incapacidad para expresar emociones fuertes, tanto en público como en la vida privada».
Dicho temor se acrecienta cuando se hace necesario expresarse ante la enfermedad y quien la padece, o ante aquella persona que está próxima a morir. Abordando el mismo tema, dijo Elias en su ensayo lo siguiente: «La responsabilidad de encontrar la palabra y el gesto adecuados vuelven a recaer […] en el individuo. La preocupación por evitar formas y rituales preparados de antemano aumenta las exigencias que se imponen a la capacidad ideativa y expresiva de cada persona».
La historia parece sugerirnos que ha sido a partir del siglo XIX, con la industrialización y los complejos procesos de desacralización de la vida cotidiana, tanto en su esfera pública como privada, que los rituales tradicionales que se utilizan para tratar de brindarle consuelo, principalmente a los moribundos o a las familias de los fenecidos, han perdido rasgos importantes de significación. Para varias personas, dentro de las que me incluyo, utilizar los referentes o establecer ceremonias propias de creencias que han perdido sentido de convivencia social ha ido en decremento.
Esto reduce las posibilidades de establecer vínculos comunicativos entre el mundo de los sanos y el de los enfermos. Por eso, y como refirió Elias, el incremento de las exigencias y responsabilidades de cada persona de asegurarse una capacidad ideativa y expresiva propias que le permitan navegar entre estos mundos es cada vez mayor. ¿Qué se le puede decir a un enfermo o a un moribundo cuando los dolores físicos y la consciencia de la muerte lo superan?
Hace más de diez años falleció mi abuelo paterno. Fue un hombre de pocas palabras que dedicó gran parte de su vida, si no es que toda, a trabajar. Se desempeñó en múltiples ocupaciones, desde cocinero hasta vigilante nocturno. No hubo oficio al que le dijera que no porque las carencias y necesidades en su vida eran vastas. Para la mayoría de las personas lo siguen siendo. Y, con todo ello, edificó una familia que le brindó tanto alegrías y satisfacciones como dolores y angustias: pasados sus sesenta se le murió su esposa, mi abuela, y uno de sus hijos, el más joven de mis tíos. Pudo, a su manera, compartir su dolor, tratar de expresarlo, aunque para la muerte le escaseaban las palabras.
Sin embargo, a pocos días de su muerte, ya en un estado de postración que lo tuvo debilitado en una cama de hospital, poco fue lo que pude compartir con él. Recuerdo haberlo visitado varias veces. Al principio intenté hablar con él, darle alguna palabra de aliento, pero ni yo era capaz de comprender a cabalidad lo que ocurría, ni él podía comunicarse adecuadamente.
Solía escucharlo refunfuñar, quejarse por los dolores que padecía. Yo me limitaba a preguntarle si necesitaba ayuda con algo, si quería que le hablara a una enfermera o doctor para que lo atendieran, pero ya no podía sacarle nada en claro. En algún momento, quizá cuando perdía la noción del tiempo o la consciencia de sí, aunque no estoy seguro de esto, se levantaba de la cama intentando quitarse los catéteres que tenía en el pecho y la muñeca, como si no recordara dónde estaba o por qué se encontraba allí. En esos momentos yo me acercaba, le tocaba el hombro y le decía que estábamos en el hospital, que lo estaban cuidando, que todo estaría bien. Él me miraba fijamente tratando de reconocerme; creo que algo le decía que era yo, pero ya no podía saberlo. Mi voz lo calmaba, y después, ya más tranquilo, se recostaba de nueva cuenta en la cama para continuar, muy a mi pesar, con su lenta agonía tan cercana a la muerte.
La última vez que vi a mi padre con vida, cinco días antes de su fallecimiento, le dije que todo estaría bien, que no había nada de qué preocuparse. Le mentí. Él me preguntó, en uno de sus últimos momentos de lucidez, a dónde lo llevarían. Yo solo alcancé a decirle que pediría una ambulancia para ir al hospital más cercano. Luego, por la falta de oxígeno en su cerebro, comenzó a delirar, a decir cosas que para mí no tenían sentido. Al poco rato llegó mi tía, su hermana, y le pedí que se quedara con él mientras yo esperaba afuera a la ambulancia. La verdad es que no quería seguir con él porque no tenía idea de que decirle. Su condición, su dolor, me afectaban demasiado, y yo no podía hacer nada para aliviarlo. En ese momento recordé que cuando mi abuelo había fallecido, en ningún momento había visto a mi padre llorar. Solo dijo lo usual, lo que se reflexiona en situaciones como esa, cosas como que era parte de la vida, y que así tenía que ser. Primero los padres y luego los hijos. Algo así dijo o repitió, tanto a los demás como a sí mismo. Pero en el fondo, su cara me decía siempre otra cosa. Tenía miedo, miedo a la muerte. En sus ojos, cuando falleció mi abuelo, vi reflejado el mismo miedo que yo sentí cuando lo vi por última vez.
Y en ambas ocasiones, cuando fallecieron, no supe qué decir, cómo comunicar el sufrimiento, tanto el mío como el que ellos padecieron cuando la enfermedad nos arrebató todo.
El mismo día que me extubaron, después de haber estado varios días en terapia intensiva y con una neumonía que apenas me dejaba respirar, le permitieron a mi tía, una de las pocas familiares directas que me quedan, hacerme una visita rápida. Yo no podía hablar; apenas y me salían las palabras, pero a mi tía eso no le molestó. Me dijo, con la ternura de una madre, que todo estaría bien, que había traído el medicamento que le pidieron, que sabía que yo no podía hablar pero que no importaba, que todo estaría bien. Luego acarició mi frente y así estuvimos unos minutos. No sabía qué decirle, pero su compañía, escuchar su voz después de no haber visto a nadie más que a mi médica de terapia intensiva y a mis enfermeros, fue suficiente para mí; me hizo sentir que aún había esperanza, que la vida es y seguirá siendo una cara de la esperanza y sus posibilidades.
Unos años antes de que me enfermara, y de que mi abuelo y mi padre murieran, leí Salón de belleza, una de las novelitas más conocidas del escritor peruano-mexicano Mario Bellatin. En el libro se narran las vivencias del dueño de un salón de belleza que ante la llegada de una enfermedad sin nombre que se propaga por la ciudad, decide convertir su salón en un moridero: es decir, en un espacio físico al que los enfermos acuden para morir.
Las implicaciones, tanto estéticas como semánticas de esta propuesta literaria son diversas y abren muchas posibilidades para la discusión. Pese a su brevedad, el libro me pareció bastante complejo, ya que toca temas heterogéneos que vale la pena tratar de forma más explícita, como la relación entre eros y tánatos a la que se alude indirectamente con el hecho de convertir un salón de vida en uno de muerte; o que el protagonista, antes de la epidemia, solía salir a travestirse por las noches.
No obstante, decidí retomar una sola cuestión de la novela: el hecho de que el narrador se dedica a procurar los cuidados necesarios a los enfermos que llegan a su moridero. No es, como bien lo dice, un espacio diseñado para restituir la salud a las personas enfermas, como lo sería un hospital, sino un lugar para morir. Y de eso, en esencia, va la novela. El protagonista, que también termina padeciendo la enfermedad sin nombre, se dedica a cuidar a sus huéspedes, en un acto de humanidad, para evitarles la desgracia de morir solos o en la calle. Aunque en el fondo no se comunica con ellos ni les brinda la seguridad que determinados rituales podrían proporcionarles, sí los atiende, los limpia, los preserva lo más posible intentando postergar la irremediable pérdida de dignidad que todo enfermo termina por padecer debido a su cada vez más notoria incapacidad física para hacerse cargo de sí mismo. Y, sobre todo, postergando un poco, tan solo un poco, el hecho inevitable de que todos sus huéspedes, e incluso él, van a morir.
Quizá, como dice Elias, en la época contemporánea sea cada vez más complicado permitirse recurrir a determinados rituales o fantasías colectivas —como el afán de inmortalidad institucionalizado por iglesias o dogmas—, que afirman una existencia posterior a la muerte. Aunque el influjo de estas fantasías colectivas institucionalizadas desempeñe todavía un importante papel en la mayoría de las sociedades, muchos de sus rituales ante la enfermedad o la muerte han perdido la potencia que otrora tuvieron para encaminar a las personas por un sendero con mayor certidumbre que la que se vive hoy en día.
Sin embargo, pese a que no se pueda comunicar de forma adecuada la experiencia de la enfermedad con las demás personas —¿hay, me pregunto, una forma adecuada para hacerlo?—, seguimos cuidando a nuestros enfermos, los seguimos procurando y atendiendo porque es, en esencia, nuestro deber como especie: es una de nuestras más nobles responsabilidades humanas.
En uno de sus tantos Silogismos de la amargura¸ el filósofo francés Emil Cioran refiere que los dolores, desgraciadamente, no son contagiosos. Por ello nos vengamos de quienes son más felices que nosotros y los inoculamos —es decir, los contaminamos hablándoles de nuestras angustias— con aquellas afecciones físicas, psicológicas o espirituales que nos aquejan. Creo que de lo que Cioran está hablando es, en esencia, del deseo de los enfermos —o de los afligidos— por comunicar su experiencia con el sufrimiento. Aunque el afán de venganza pueda hallarse implícito en la forma en la que nos comunicamos con los demás, sigue siendo un intento por compartir la experiencia de los males que nos acechan. Y hacerlo, pese a que no se disponga de las herramientas necesarias, sigue siendo una labor encomiable, por más limitada que nuestra capacidad ideativa o expresiva sea.
Un día antes de la muerte de mi abuelo fui a visitarlo. Ya no sabía qué decirle, pero por ese entonces llevaba conmigo un libro de Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas, y me puse a leérselo. A veces, cuando hacía una pausa para voltear a verlo, notaba que me miraba fijamente. A veces le acariciaba la mano; otras, la cabeza. Le seguí leyendo mientras pude, hasta que la enfermera del turno me dijo que tenía que retirarme. Yo solo cerré el libro y le dije que volvería al día siguiente para seguir leyéndole. Volveré, le dije, y ya no lo vi más.
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