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No recuerdo la primera vez que leí el sustantivo femenino delicuescencia o el adjetivo delicuescente, ni tampoco los textos que las ostentaban. De lo que me acuerdo, además de su significado, es lo que me transmitieron, pues describen una manera de escribir. Ninguno de estos términos se recoge en el Tesoro de la lengua castellana (1611), el lexicón escrito por Covarrubias que es precursor del diccionario actual, o en el Diccionario de autoridades (1726-1739), el primer diccionario del español elaborado por la Real Academia de la Lengua Española. Si bien es posible que estas palabras se utilizaran antes de la publicación de esos diccionarios, o bien ya se usaban por esos años, la ausencia sugiere, cuando menos, que por entonces eran relativamente oscuras o que no se empleaban con regularidad. Sea como fuere, lo cierto es que estas palabras no forman parte de la lengua cotidiana. Me parecería afectado que alguien le dijera a tal o cual persona que su habla es delicuescente si puede expresarse una idea similar con palabras conocidas o hasta frases hechas. En México, por ejemplo, llamamos «domingueras» a las palabras oscuras y de difícil comprensión. Aunque no deja de ser un tanto irónico que la delicuescencia y lo delicuescente son, en sí, delicuescentes por su especificidad, es legítimo describir así una manera de escribir.
En la vigésimo tercera edición del DRAE (la utilizada hoy día), los términos a los que me refiero quieren decir, respectivamente, «cualidad de delicuescente» y lo «evanescente, sin vigor, decadente». Lo curioso es que el sustantivo tiene una sola acepción y el adjetivo dos, aun cuando en la oración la jerarquía semántica de un sustantivo por lo general es mayor a la del adjetivo. En la primera acepción del adjetivo se habla del estilo delicuescente en alusión al estilo literario que, por ser pobre y deficiente, parece diluirse, como dando a entender que, esté impreso en la página o no, se desvanece sin fijarse en la memoria. Cada una de estas acepciones se antecede por una abreviatura, primero «cult.» (cultismo) y después «Quím.» (química). La segunda acepción se refiere exclusivamente a aquella sustancia con la propiedad de «absorber la humedad del aire hasta formar una disolución acuosa».[1] Como se sabe, en el diccionario la etimología de una palabra se muestra en color verde arriba del significado. Así, pues, lo delicuescente proviene del participio presente activo del verbo en latín deliquescĕre, que significa «licuarse», «derretirse».
Ahora bien, me pregunto por qué se ordenan de este modo las acepciones si, en teoría, el orden sugiere la frecuencia de uso en la comunidad hispanohablante. De lo que estoy más o menos seguro es que encontré estos términos en alguna ficción y no en la literatura científica. La búsqueda del sustantivo o el adjetivo en la red no arroja nada muy útil que digamos más allá de mostrar las acepciones del diccionario, o bien se puntualiza que «quizá quisiste decir delincuencia». A pesar de cómo se ordenan las acepciones del adjetivo en el DRAE, me figuré que el adjetivo tendría que ser más común que el sustantivo, y que la segunda acepción del adjetivo tendría que ser aún más frecuente que la primera debido a la importancia del significado en la química y otras disciplinas científicas. Para ahondar en el asunto, consulté el Merriam-Webster y otros diccionarios. Creo que mi intuición no estaba tan errada, puesto que se hace referencia a aquello que se disuelve o derrite, especialmente lo que se diluye o licúa poco a poco por la atracción y absorción de la humedad en el aire.[2] Las otras acepciones, por cierto, no se relacionan en modo alguno con lo literario. Acaso por ello en inglés y francés el término se sigue escribiendo con q tal como en el verbo en latín.
Todo parecía indicar, pues, que el uso de estos términos era notablemente moderno. La búsqueda en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, en el cual se recoge el uso de las palabras desde los orígenes del español hasta 1974) arroja 8 casos en 6 documentos para «delicuescencia» y 31 casos en 24 documentos para «delicuescente». Lo que es muy poco. Para las dos palabras se registran ejemplos de uso en diversos países de Hispanoamérica y España desde finales del siglo XIX hasta el siglo XX,[3] procedentes de la literatura científica y de obras literarias (en la ficción se recogen ejemplos de Emilia Pardo Bazán, Julio Cortázar, José Asunción Silva, entre otros). La consulta de bancos de datos parecidos, como el CREA (Corpus del Español Actual) o el CORPES (Corpus del Español del siglo XXI), arroja resultados similares. En general, la mayoría de los ejemplos, tanto de la literatura científica como de las obras literarias, son de España, lo que responde, creo yo, a la especificidad de ambos términos y a su uso acotado.
Si esta reflexión da la impresión de ser muy técnica y de pretensión filológica, antes que nada quiero aclarar que esa no es mi intención. Mi formación no es filológica, aun cuando se imparta la materia en los estudios en Letras que cursé y sin importar que la carrera se denomine filología hispánica en España y otros países. Creí apropiado hacer una sucinta cavilación lingüística sobre estas palabras porque titulé «Delicuescencias» a mi columna en tres entregas para Cuentística, de las que cada una cuenta con su título respectivo («Esquicios», «Escarceos», «Estiletes»). Se puede pensar en las palabras de muchas formas. Es evidente que no se hace exclusivamente por medio de la filología. A nadie le sorprendería que los escritores y los críticos también meditan sobre la palabra, y lo han hecho mucho antes de que la filología se consolidara como carrera universitaria y disciplina científica. Elegí los tres términos referidos porque, además de que empiezan con la misma vocal, y la aliteración es deliberada de mi parte, todos ellos aluden de una u otra forma a la escritura. En «Delicuescencias» discurrí acerca del quehacer del escritor y del crítico literario.
En «Esquicios» hablé de algunas semejanzas y diferencias entre las dos actividades y señalé que tanto una como otra por lo habitual no son remuneradas en los países hispanoamericanos. De México a Argentina, si se acepta una colaboración en una revista o antología, la norma es que se publique el texto, si bien hay revistas y otras publicaciones reconocidas que pagan.[4] En España, el panorama suele ser distinto, ya que no es inusual que las colaboraciones se retribuyan al ser aceptadas, tal como ocurre en el mundo angloparlante y probablemente también en otras partes.
En «Escarceos» profundicé en la cuestión al centrarme en la labor del escritor marcadamente crítico, que no debe confundirse con el escritor a secas. En ninguna de las entregas hice comparaciones porque pienso que eso no aporta a la discusión. No estoy diciendo ni implicando que el escritor crítico es «mejor» o «superior» que el escritor en general. Lo único que indico es que no todo escritor decide explorar el matiz crítico en su obra, aun cuando el escritor no pueda eximirse de ser crítico, por tenue que sea este rasgo, y es que la escritura, al igual que todas las artes, es crítica. Y en «Estiletes» espero que el meollo del asunto se devele a medida que el lector lea estos párrafos.
En la segunda entrega de mi columna me concentré en reflexionar sobre el cariz crítico del escritor desde lo que yo entiendo por literario, y no desde la crítica, puesto que Cuentística es una revista literaria, no una publicación académica. Dicho sea de paso: no está de más distinguir que las revistas o antologías literarias y las académicas no operan bajo las mismas normas. Una publicación literaria se rige por criterios estéticos; esto es, los miembros de la revista deciden si la colaboración se acepta o no por una serie de razones que tienen que ver con la calidad del texto en lo que concierne a la forma, estructura, contenido, tratamiento del tema y manejo de recursos retóricos, estilísticos y literarios. Por ello no se suele pedir el apoyo de evaluadores externos. Lo habitual es que se muestren a los seleccionados del número mediante carteles, videos u otro tipo de materiales promocionales. Normalmente no se explican los motivos por los cuales una colaboración se rechaza, ni tampoco suele retroalimentarse al autor para que pula su creación. A veces el texto no se acepta por incumplir con los requisitos de la convocatoria o a veces es porque no se ajusta a lo que los miembros de la revista buscan publicar. Es relativamente común que se envíe un correo electrónico en el cual se notifica de la aceptación o del rechazo, y no es infrecuente que el mencionado correo de rechazo se mande de manera masiva a todos aquellos autores cuyos textos no se tomaron en cuenta. La lógica del capitalismo ante todo.
En cambio, una publicación académica se rige por el método científico; es decir, la colaboración se tiene que concebir y escribirse a partir de la siguiente estructura: hay que plantear una hipótesis, generalmente llamada «de trabajo», y comprobarla en un corpus seleccionado por el colaborador a fin de determinar si su intuición de lectura era cierta, parcialmente cierta o no lo era. La colaboración se examina por double peer review, el método de evaluación estándar para determinar la calidad de las publicaciones académicas desde los años setenta del siglo pasado, criterio que opera tanto para las publicaciones de investigación científicas como de humanidades. En nuestra lengua se denomina «método de doble ciego». Los evaluadores no saben quién escribió la colaboración para evitar en la medida de lo posible todo sesgo que influya, para bien o para mal, si el escrito se acepta tal como se presentó, se acepta con modificaciones o no se acepta. Además, el dictamen preparado por los evaluadores suele ser razonado y se indican con argumentos sólidos qué le falta al escrito o en qué sentido debe ser mejorado.
Por razones como estas, el escritor suele participar en los concursos literarios por medio de un seudónimo con objeto de que el jurado valore el texto con la mayor objetividad posible. Desde otro cariz, las colaboraciones artísticas suelen firmarse sin que importe el nombre del autor, por lo menos en principio, ya que el texto se examina sobre todo por la forma y el fondo. En lo que respecta a las convocatorias de las publicaciones académicas, estas suelen ser monográficas, lo que equivale a decir que quienes evalúan las colaboraciones no siempre son miembros de la revista, sino que llegan a ser externos. Se pide su apoyo en consideración de que deberían de poseer los conocimientos necesarios para juzgar si la colaboración merece ser publicada o no. Puede ser que los miembros de la revista no cuenten con ese bagaje debido a que se cambia de tema en cada número. En cualquier caso, los evaluadores, sean externos o no, sopesan, entre otros factores, el planteamiento de la hipótesis, el estado de la cuestión, el desarrollo y la pertinencia de la investigación.
En síntesis, más allá de la recepción, la diferencia esencial entre las colaboraciones creativas y las de crítica se sustenta en el uso del lenguaje. Su discurso es fundamentalmente distinto, pues su intención lo es. La ficción no tiene una sola razón de ser: se escribe por una variedad de motivos difícilmente reducibles en un esquema. En contraste, el objeto de la crítica literaria es la generación de conocimiento. Por eso se considera útil a diferencia del arte y es más factible que se obtenga una ganancia pecuniaria en comparación con la creación.[5] Incluso en los países desarrollados es raro que el arte proporcione las condiciones para vivir profesionalmente. Si mi descripción de estas diferencias suena simple y frívola, no quiero sino insistir en una cuestión en la que discurrí en las entregas previas: por obvio que parezca, no todo escritor es a la vez un crítico literario y viceversa. Ambas actividades son muy exigentes, y si bien no es imposible desempeñarse en las dos, no cabe duda de que no es sencillo hacerlo. Aunque me resulta pintoresco el prejuicio aquel de que el escritor es un crítico frustrado o al revés, creo que no es más que un lugar común, una convención que perdió su significado a raíz de repetirse una y otra vez. Quizá hasta se haya vuelto una delicuescencia. No hay que preocuparse de que el mismo Piglia, a quien yo admiro tanto, lo diga al pie de la letra en Nombre falso y cuya cita respectiva utilicé en «Escarceos». Tal vez lo que nos queda es parodiar este prejuicio, falsearlo y recrearlo.
Al escribir estas líneas me encuentro en la Ciudad de México. Las dos primeras entregas de «Delicuescencias» las pergeñé en Boston mientras trabajaba como profesor de Español en la Universidad de Harvard. Tal vez el lector recuerde que en «Esquicios» señalé mi entusiasmo de que el primer texto que los alumnos de nivel intermedio leerían en el semestre pasado sería «El eclipse», de Monterroso. Lo interpretaron bastante bien, porque detectaron el fino humor del autor y siguieron el destino trágico e irónico del protagonista, fray Bartolomé Arrazola, aunque muchos solamente lo llamaron «Fray» como si fuera su nombre. Es más, uno de los proyectos finales consistió en recrear, a la manera de una obra teatral, el texto que más disfrutaron en el semestre y no fue casual que varios eligieran el relato de Monterroso. Curiosamente, ocurrió un eclipse total solar cerca del final de clases, el lunes 8 de abril de 2024. El fenómeno se observó en Canadá, Estados Unidos y México. Acaso el lector espera que diga que el eclipse se suscitó a la hora de la clase y que he ahí la prueba de que la literatura influye en la vida real. Pero no. La coincidencia habría sido singular, cierto; sin embargo, si hubiera contado así las cosas, habría incurrido en lo literario y, por ende, en el arte de mentir y falsear. Al contrario del fraile de Tito, cuyo conocimiento peripatético podría oscurecer el cielo según se cuenta, yo no puedo preciarme de mis lecturas de Aristóteles ni ocasionar un eclipse. Lo que sé es que la creación y la crítica literaria me interesan y que continuaré en esta senda.
En una entrega dije que soy de la idea de que el escritor es el menos indicado para hablar de su obra. Si la escritura y la crítica me apasionan, es porque ambas son maneras de ver la realidad, y porque considero que mi escritura y crítica se nutren mutuamente. Ser escritor o crítico es desafiante y no está exento de prejuicios. Yo siento que la recepción es misteriosa y que el lector tiene la primera y última palabra, aun a sabiendas de que el destino de las mías acaso sea desvanecerse hasta no dejar rastro. Para cerrar mi columna quiero regresar a Poe, a quien mencioné en otro momento. Creo que no procedería como él lo hizo en «La filosofía de la composición», un ensayo en el que discurre cómo y por qué concibió «The Raven», su poema más renombrado, y delibera sobre la forma, la extensión, la unidad de efecto o impresión y otras consideraciones. Parece tentador hacerlo, pues el escritor es el que forma y conforma el texto. Resultaría invaluable una reflexión de esa índole para el crítico. Con todo, no olvidemos que, en vida, Poe era un ensayista o crítico reconocido pero se le consideraba un escritor menor. De allí nace su fama y así se ganó el desdén de sus coetáneos. Luego de su muerte se dio el revés: lo que se recuerda es su creación en vez de su crítica, o como dice el dicho en inglés, «la verdad es más extraña que la ficción». Yo diría que la escritura y la crítica no son tan extrañas como la realidad, pero pueden resultar fascinantes en su parcialidad y acaso en su delicuescencia.
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