Apoya a Cuentística
¿Mi nombre? Franz Heinrich Meier, alemán de nacimiento. Vine a este país hace veinte años, siendo estudiante de licenciatura, y decidí quedarme tras concluir la carrera. Nein, mis documentos están en regla. ¿Me regala uno de sus Delicados?
El hombre le tiende la cajetilla. Meier toma un cigarro y lo pone entre sus labios; el hombre prende y le acerca la flama; luego, guarda el encendedor en el bolsillo de su camisa. El alemán fuma exhalando el humo hacia el techo del cuarto mientras el hombre lee y relee los documentos que tiene sobre la mesa.
¿Por qué decidimos dedicarnos a esto? Auch, lo que comenzó como una manifestación patológica en mí —cleptomanía, la llaman— se convirtió en un entretenimiento, en un reto para saber quién de los dos tenía más agallas, y terminó en una competencia abierta y frontal para superarnos el uno al otro... y de paso ganar dinero con ello.
¿El origen? Como le dije, a los veinte años desarrollé una obsesión maniática por hurtar ciertos libros que encontraba, como quien dice, «por casualidad» en los estantes de la biblioteca de la escuela de letras, cuando iba a consultar sobre el primer título o autor o corriente o teoría literaria que me viniera a la mente. A la hora de sumergirme entre los libros, siempre daba con títulos, autores o temas que no eran los que buscaba, por ejemplo, estudios sobre los motivos musicales en los que se estructuraron las óperas de Wagner, o la genealogía del cante jondo andaluz. ¿Cómo imaginar que uno encontraría esa clase de tesoros en nuestra biblioteca? ¡Y nadie los consultaba! Las planas de registro estaban vacías. Esos libros estaban allí de adorno. Nadie los buscaba, nie; nadie reparaba en ellos. Estoy seguro de que ni los bibliotecarios sabían que existían. ¿Qué hacer? ¿Dejarlos allí para que el polvo, la humedad y el tiempo los devoraran? Nein, me dije. Así que, por causa de mi ambición, de esa pegajosa sensación que provoca el deseo de poseer algo que sabes que no encontrarás en otro lugar, comencé a idear la forma para liberarlos de su perpetua prisión. Entonces, la conocí.
Ámbar Román fue mi maestra, una joven apenas un par de años mayor que yo, pero eso no tiene importancia. Sabía mucho de literatura contemporánea, y centraba sus análisis e interpretaciones en el erotismo, algo que acrecentaba su natural e irresistible sensualidad. La atracción que sentí tuvo su punto culminante en la blancura de su piel, que hacía el más exquisito contraste con su cabellera roja, incandescente…, y la delicadeza de su rostro divino…, y la mirada astuta, curiosa, enardecida… Era dueña de una imaginación e inteligencia envidiables, no solo para los asuntos literarios, sino —como lo comprobé después— para resolver cualquier problema, por complejo que fuera, de la vida real (y abro un paréntesis sobre esto de la vida real porque, como se imaginará, la gente que estudia literatura tiende a perder con facilidad el sentido de la realidad en oposición directa con los textos de ficción que lee. Idiots). Desde que la vi entrar por primera vez al salón de clases desarrollé una nueva y secreta obsesión; no pasé ni una sola noche sin que, antes de irme a dormir, imaginara cómo sería hacerle el amor a mi profesora.
Cuando me descubrió en la «movida» aún no había intentado extraer ningún libro de la biblioteca; me encontraba en la fase de «exploración», observando con atención cómo mis manos tentaban, palpaban con gentileza un ejemplar, como si se tratara del cuerpo de mi profesora Ámbar Román, tratando de desvelar su punto ge —el chip que activa el detector a las puertas del recinto—. Se paró junto a mí sin que la notara, y al intuir la acción que llevaría a cabo, inquirió, acusativa: «¿Qué haces?» «Baja la voz», le contesté sin intención de ocultarle mi propósito; luego le mostré el libro que sujetaba mientras justificaba mi intento de latrocinio. Funcionó, al menos en parte. Ámbar Román dudó un instante entre delatarme o creerse el cuento que acababa de contarle, especialmente las razones por las que esa primera edición de Delta de Venus debía ser liberada de su cautiverio. «¿Qué ganaré por guardar tu secreto? ¿Qué me darás a cambio de mi silencio?», cuestionó y aguardó a escuchar mi mejor oferta, y que por una casualidad que no me interesa comprender consistía en las palabras que ella deseaba oírme pronunciar. «Un beso, un acostón, una noche entera de pasión», le dije siguiendo su juego, a lo que respondió con un firme e inesperado atrevimiento, acercando lentamente su boca a mi oreja: «No es suficiente». «¿Qué más quieres?» «Todo eso, y que me enseñes a hacer lo mismo que tú». Así fue como Ámbar Román y yo nos unimos en la movida, e iniciamos una relación íntima bastante singular.
A Ámbar Román la excitaba el riesgo de ser sorprendidos robando los ejemplares de la biblioteca escolar, así que, al término de cada empresa, y luego de colocar las nuevas adquisiciones en los estantes de nuestros libreros, teníamos sexo enloquecido; copulábamos como lunáticos. Nunca formalizamos: nada de noviazgo ni compromisos. La nuestra era una afinidad que superaba esa clase de ridiculeces.
Logramos evadir el detector más pronto de lo imaginado, así que cada día entrabamos y salíamos de la biblioteca con un libro nuevo bajo el brazo. Entonces, decidimos pasar al siguiente nivel: hurtar ejemplares escasos y valiosos: primero, de las bibliotecas universitarias y públicas; dann, librerías; luego, ferias, exposiciones y presentaciones. Más tarde, saqueamos las casas de nuestros parientes y amigos hasta que llegamos a las «ligas mayores», una clase de lugares de los que pocos pensarían, y aún menos se atreverían a intentar robar un libro: museos y galerías dueñas de ejemplares únicos. Endlich, llegamos a los coleccionistas, a quienes hallamos a través de las redes sociales. Nos hacíamos sus amigos, ganábamos su confianza, nos invitaban a sus casas para presumirnos sus más bellos y entrañables tesoros literarios, y salíamos de allí con los ejemplares en las manos.
Las cosas nos fueron favorables… por un tiempo. Ella renunció a su mal pagado y nada apreciado trabajo de docente universitaria; yo dejé mis estudios inconclusos durante algunos años, y empezamos a ofrecer nuestros servicios; nos fue mucho mejor como ladrones de libros. Pero cometimos el error de confiar demasiado en nuestra buena fortuna. Una noche fuimos descubiertos en el acto por un francés, millonario y excéntrico, en la biblioteca de su mansión en Montparnasse —ja, logramos vulnerar su sofisticado equipo de seguridad— tratando de apoderarnos del Evangelio de Jesucristo —el verdadero, no una de esas falsificaciones absurdas y mal hechas—. Al vernos arrinconados como ratas, Le Chat nos dio a elegir entre entregarnos a la policía y pasar el resto de nuestras vidas refundidos en prisión o una muerte sigilosa. Fue en este punto cuando afloraron la sagacidad y astucia de Ámbar para resolver problemas en situaciones que yo solo no habría superado; y es que, ¿cómo podría resistirse un hombre, por mucha firmeza de carácter que posea, a los encantos de una mujer, y más aún si tiene el pelo colorado? Ella lo supo por la forma en que el francés la miraba, así que usó su mejor arma: su incitante sensualidad. Se dirigió a él con andar gatuno y, mientras le acariciaba provocativamente la barbilla, el cuello, el pecho, la entrepierna, le susurró algo al oído, tal y como lo había hecho conmigo en la biblioteca de la escuela, tiempo atrás. Gracias a eso, el francés cambió de parecer y aceptó el ofrecimiento de trabajar para él. Su extravagante personalidad lo hacía desear con desesperación ciertos libros de valor incalculable. Tenía, dijo, muchos amigos, aunque la mayor parte de estos eran, a la vez —y por razones que no vienen al caso contar ahora—, sus enemigos. Él sabía que ellos resguardaban ejemplares que anhelaba admirar en los anaqueles de su biblioteca. Nuestro trabajo sería robarlos todos a cambio de nuestra libertad. Por supuesto, firmamos el trato.
¿El valor de los libros robados? Elija la moneda que le plazca y la respuesta será la misma: incalculable. Robamos ejemplares de todo tipo: hechos con materiales imposibles de conseguir o replicar en la actualidad, aquellos que solo un puñado de hombres han visto o escuchado mencionar; los hubo de historia milenaria y sabiduría ancestral; quizá hasta alguno que podría cambiar el destino de la humanidad en un futuro no muy lejano.
Las remuneraciones fueron estupendas. Dos o tres trabajos habrían bastado para que una persona más o menos sensata pusiera fin a tan singular carrera, se retirara y viviera cómodamente por el resto de sus días. Pero no Ámbar y yo. Lo nuestro había rebasado ya todos los límites éticos y morales. Nuestra ambición no era el dinero ni la libertad, recuperada tras saldar nuestra deuda con Le Chat. Teníamos que saber de cuánto más éramos capaces, hasta dónde podíamos llegar para inscribir nuestros nombres en la historia como los ladrones de los libros más astutos de todos los tiempos. Así que continuamos trabajando juntos; lo hacíamos bien porque sabíamos cómo actuaba y pensaba cada uno; por eso los márgenes de error eran mínimos. Hasta que una noche, después de concluir la Operación Shambhala, Ámbar decidió que ya había tenido suficiente. Quería llevar, dijo, una vida tranquila y opulenta, darse lujos merecidos y necesarios tras años de arduo trabajo. Hicimos el amor como si la vida se nos fuera a acabar la mañana siguiente. Se marchó poco antes del amanecer.
Nein, no intenté disuadirla. ¿Para qué atarla a algo que, según dijo, ya no quería hacer? Se fue, y yo le creí cuando habló de vacacionar en la Riviera, apostar en Montecarlo y comprarse los modelos más recientes en Milán. Las mujeres poseen una intuición que les permite saber cuándo uno les está mintiendo —o tratas de hacerlo—, pero nosotros… Simplemente nos tragamos todo lo que nos dicen, creemos ciegamente en sus palabras por ingenuidad o devoción. Dann, al despertar y advertir su ausencia, tuve la seguridad de que nunca volvería a verla ni a tener noticias suyas. Estaba equivocado.
Lo que Ámbar realmente quería era experimentar por sí misma los riesgos y peligros a los que fuimos proclives mientras trabajamos juntos, ser ella quien planeara y ejecutara las operaciones y, por consiguiente, la única beneficiaria. Lo supe cuando el azar o el destino nos pusieron en busca del mismo botín, pues yo también decidí continuar con esto pese a su partida. Nuestros empleadores, a ambos lados del Atlántico, deseaban hacerse del único ejemplar existente —a saber— de la correspondencia reunida que Grigori Rasputín y Aleister Crowley mantuvieron a principios del siglo XX. Al encontrarnos de frente y con el volumen epistolar de por medio, Ámbar y yo —consternado por volver a encontrarla en tal circunstancia— negociamos quién se quedaría con el libro y quién fracasaría en su intento por obtenerlo, pues conocíamos el oficio y sabíamos lo que implicaba perder; por eso decidimos dejarlo a la suerte. Cenamos en las Ramblas de Barcelona, hicimos que nuestros cuerpos desnudos también se reencontraran en la cama de una suite con vista al Mediterráneo y acordamos que el primero en despertar a la mañana siguiente se quedaría con el libro y cobraría sus honorarios. Cuando abrí los ojos, Ámbar se había ido otra vez, poniéndolo a usted en su lugar.
Decidido a concluir al interrogatorio, el hombre mira a Meier extrayendo el último Delicado de su cajetilla; reúne los documentos, los levanta de la mesa, se pone en pie, y antes de dirigirse hacia la puerta, saca el encendedor del bolsillo de su camisa, colocándolo frente al alemán, que le grita, suplicante.
—Leutnant! Antes de irse, ¿podría aflojar las esposas? Solo un poco, si es tan amable. No se imagina lo complicado que es maniobrar para prender el cigarro con ellas puestas…