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If I can make it there
I'll make it anywhere
It's up to you
New York, New York
Sonó el teléfono a una hora negra de invierno en Nueva York. A esa hora solo llamaban borrachos o familiares para dar malas noticias. Quise que fuera lo primero, pero era Eva, mi hermana, para decirme que María había muerto en el hospital. Al parecer, se intoxicó con medicamentos. La llamada no me despertó ya que, por alguna razón, aquella noche no conseguía conciliar el sueño.
Tras recibir la noticia, me invadió una extraña sensación de inmutabilidad, como si mis oídos se hubieran desconectado de mi cerebro y no fuera yo la que escuchase. La lejanía de mi familia también se había convertido en una desconexión con mi vida anterior.
La inmensidad de la ciudad de Nueva York me había reducido al anonimato, y también ante mí misma. Miré hacia fuera. La nieve comenzó a cubrir el asfalto gris, que refulgía levemente con la luz amarilla y blanquecina de las farolas que la iluminaba. El ruido de los motores, las bocinas de los automóviles y las sirenas de las ambulancias rompían a lo lejos el silencio nocturno.
Aquella relación envasada al vacío con María, mi hermana mayor, había llegado a su fin. Esperé en vano a que la tristeza me asaltara. Entonces, los recuerdos lejanos y difuminados comenzaron a hacerse más nítidos en mi mente. Recordé el campo de mi infancia y temprana juventud: amarillo, gris y marrón, seco por la falta de lluvia. Los adolescentes de la zona fumaban y escuchaban música a todo volumen prácticamente en todas las esquínas de aquel pueblo perdido de la España vacía. La fatal atracción por uno de estos chicos llevó a María a vivir un calvario. Desde que, con quince años, se quedó embarazada, las relaciones de María con el resto de la familia, que nunca fueron buenas, se enfriaron aún más. Después de algún tiempo considerable, se toleró su presencia en las comidas familiares de Navidad. No obstante, el origen de los hematomas, con los que mi hermana mayor aparecía a las reuniones, era un secreto a voces.
Las imágenes de mi vida de antaño se me presentaron como las diapositivas en un proyector. Así pasó la madrugada, hasta que los primeros rayos de sol disiparon la oscuridad. A duras penas llegué al trabajo aquella mañana.
Una vez en la oficina, mis compañeros se preocuparon por mi salud, ya que les alarmó mi mal aspecto. Me dijeron que estaba muy pálida. A todos les informé de que no había dormido bien. A la única que confesé el suicidio de mi hermana fue a Lauren, mi jefa, que, incómoda, contestó: «Take a day off, honey». Le agradecí que me dejara tomar el día libre porque, durante lo poco que logré conciliar el sueño, había vuelto a tener una pesadilla recurrente. En este mal sueño me adentraba despacio en el East River hasta que mis pies no alcanzaban el fondo, y acto seguido las aguas del río me tragaban. Las imágenes de la pesadilla eran vívidas y confusas. Veía el East River desde arriba, y cómo mi cuerpo se hundía en las profundidades. Y después…, solo había oscuridad. A pesar de las asociaciones que se hacen con el color negro, la oscuridad me calmaba y parecía poner fin a mi angustia. Era un sueño que tenía a menudo y que volvió la noche en la que Eva me comunicó que nuestra hermana había fallecido.
Cuando salía del despacho me topé con Alberto, mi novio. Había olvidado que aquella noche sería la inauguración de su exposición en SoHo.
―No estoy de humor, Alberto. Ha fallecido María –le dije.
―¿Me vas a dejar solo en este momento tan especial para mí? De todos modos, nunca has tenido una relación con tu hermana –me contestó algo jocoso.
No reaccioné a sus palabras y, curiosamente, su comentario insensible no me afectó. Mi estado de ánimo apático me tenía enajenada; era una máquina sin emociones.
―Vale, iré contigo –me limité a decir con tono neutral.
―Gracias, mi amor. Ponte el vestido rojo para que todo el mundo vea lo guapa que eres.
―Bueno, pasas a buscarme, ¿vale?
Sonriente, me respondió con un beso en los labios. Se lo devolví por inercia.
Alberto era la clase de hombre que toda mujer hubiera querido tener por esposo: era alto y musculoso, de ojos azules y cabello castaño claro. Cuando venía a buscarme a la oficina, todas mis compañeras se quedaban mirándolo, embelesadas. Hasta mi madre y mis hermanas, las pocas veces que pudieron reunir fondos para venir a visitarme, tampoco pudieron ocultar la admiración por mi prometido.
Más tarde, Alberto me recogió en su Mercedes. Llevaba puesto un esmoquin negro. Estaba guapísimo. Cuando me vio, me dijo con voz despectiva:
―Silvia, has ganado peso.
También dijo que tenía que cuidarme y hacer ejercicio para no seguir engordando. Yo seguí silenciosa sin reaccionar a sus palabras inconsideradas, que harían hervir de ira a cualquier persona normal. Sin embargo, yo ya estaba acostumbrada a su actitud hiriente y poco empática.
Los cuadros de arte contemporáneo de Alberto resaltaban llamativamente en las paredes blancas de la galería. Había mucha gente vestida de gala. Asimismo, los atuendos coloridos de las mujeres contrastaban con los muros claros, y el conjunto me dio la sensación de estar en una pintura. De fondo sonaba un piano, una melodía de jazz suave.
Alberto me ignoró durante toda la noche. Hablaba con otras mujeres, sobre todo con Melissa, a la que yo conocía de vista. Creo que Alberto había mencionado con entusiasmo que era modelo y que en alguna ocasión había posado para él. Llevaba un vestido de tul azul claro que enfatizaba su silueta alta y alargada, e iba a juego con sus ojos, del mismo color que su vestido. Su melena larga, rubia y lisa caía por sus hombros y espalda como una cascada.
Después de un rato le dije a Alberto que me iba. Apenas me prestó atención, ya que estaba absorto en una conversación muy divertida con Melissa. Se despidió de mí rápidamente, sin apartar los ojos de Melissa, y me dijo que me llamaría a la mañana siguiente.
En lugar de tomar un taxi, caminé hasta el canal. El aire frío atravesaba mi chaqueta y la tela de mi vestido. Mis emociones seguían apagadas como una bombilla fundida. Cuando llegué a la orilla del East River, dije en voz baja:
―María, por fin vamos a conocernos. Puede que nos volvamos a encontrar, allá donde estés.
Lo último que recuerdo es que me lancé al agua gélida, que abrasó mi piel. Después, la oscuridad me envolvió y esto me produjo una sensación de extraña calma.
Radicada en Alemania, escribe relatos cortos y poesía que publica en su cuenta de Wattpad. Actualmente está escribiendo una novela.