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Para los adolescentes que fuimos,
para los que vienen detrás.
Los años noventa vieron pasar las infancias de los treintañeros de hoy; soy parte de esa generación y sé que muchos, si no es que la mayoría de lectores y escritores de Cuentística, también lo son. No tuvimos acceso a internet como el de ahora, y para complacernos con Dragon Ball, Power Rangers, Pokémon, Los Simpson o El mundo de Beakman, por mencionar algunos, debíamos esperar una hora y día concretos. Yo quise ser reportera desde que Bizbirije me inspiró a creerlo. Aquel universo televisivo es un referente común para evocar qué hacíamos y con quién estábamos. Es un intento de homologarnos con las memorias de los protagonistas de esta columna, a la que llamaré La tríada: Nitz, la niña cobijada por el seno de una familia de tradición librera; Carmen, que a falta de libros consiguió asirse a sus propias historias para ausentarse de una realidad poco estimulante; y Hamid, cuyos hermanos mayores le modelaron la disciplina del estudio. Sus testimonios en la entrega anterior justificaron la interconexión entre el bagaje lingüístico, el estilo de crianza—enseñanza y la familiaridad con los libros para apropiarse de la lengua escrita, para convertirse en escritores.
Sigamos la línea cronológica.
Nuestras niñeces se disolvieron con la última década del centenario. La pubertad y adolescencia llegaron con el nacimiento del siglo XXI. En aquel año 2000 no se cumplió la profecía apocalíptica del fin de milenio, pero nos sucedieron otros cataclismos que venían de dentro: las convulsas transformaciones del cuerpo y la mente; en eso coinciden todas las adolescencias de todas las generaciones. Se experimenta un duelo por el cuerpo y la identidad infantil que en mayor o menor medida puede percibirse como hostilidad por parte de los otros. Nitz recuerda: «Mi paso a la secundaria fue tormentoso. En mi escuela eran precoces, y si no lo eras te marginaban. Yo no era precoz, era ñoña. Esa hostilidad sumada a mi timidez me hacía sentir mal. Pasaba los recreos sola, prefería estar así».
De la incompatibilidad experimentada frente a tal o cual grupo deviene un conflicto con el sentido de pertenencia. Un mecanismo para evitar que la propia singularidad se diluya es retirarse del clan para reconfigurar el mundo interno, o para irse al limbo, como sintió Carmen, que luego de una temporada de excelentes resultados académicos motivados por un apetito de competencia que la impulsó a expresar cosas de sí misma que desconocía, decidió, como tránsfuga, apartarse: «Me vino una sensación de para qué hago esto, para qué me esfuerzo, y me dediqué a la vagancia. Me iba por los caminos más largos; disfrutaba la sensación de no estar ni en la escuela ni en mi casa, sino en el limbo».
¿Qué es el limbo? ¿Cómo se siente, cómo se ve? Quizá sea un espacio—tiempo transitorio donde parece que no se está en ninguna parte, pero se está dentro de una misma, en una nueva consciencia que replantea las creencias, los valores aprendidos (si no es que impuestos), las aspiraciones. Octavio Paz dice del adolescente: «…vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo».
Una circunstancia compartida por La tríada fue la soledad, una sensación estigmatizada por la que llamo la cultura felicista, que exalta las vivencias felices y positivas, marginando las experiencias consideradas negativas, como la tristeza, la rabia, la envidia, el resentimiento o la culpa; incluso, algunas personas se avergüenzan de aceptarlas. No obstante, son intrínsecas a la condición humana. Los escritores lo saben, por eso las recrean; de otro modo sus personajes no serían verosímiles, sino hipócritas. La consciencia de soledad es ineludible en la adolescencia; quizá por eso a muchos de nosotros nos impulsó al acto de escribir. Es una necesidad. «Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir», dice Marguerite Duras. Para reivindicarla, distinguiré entre soledad y desolación: la soledad es la sensación no solo física sino emocional de estar desvinculado de los otros; en ese sentido, también es una elección de apartamiento. Por su parte, la desolación conlleva un profundo vacío emocional, es la desesperanza por carecer de un sentido de vida.
Carmen atravesó un inquietante vacío durante la preparatoria. Se encontró con jóvenes con mayor solvencia económica y que incluso dominaban otro idioma; para ella significó un choque cultural tremendo: «…me vino una sensación de vacío en una escuela enorme, donde la competencia ni siquiera existe. Sabes que estarás hasta abajo porque eres invisible». La experiencia de sentirse vulnerable, ínfimo frente a los pares, es francamente válida; ahí también radica una fuente de inspiración. Durante aquella etapa la joven escribió con vehemencia: «Llenaba cuadernos de 100 páginas. Escribí historias simplonas de adolescencia; eso me mantuvo tranquila los tres años». A la distancia, un texto propio puede parecernos simplón, pero como argüí en Memorias de la escritura: no es cabal desestimar el potencial de la escritura en ninguna etapa de la vida.
Hamid, en soledad también, descubrió que al escribir emergía de él una voz propia: «Siempre me sentí muy solo, aunque sí tenía amigos. Era dramático y lo expresaba escribiendo. Tenía un lenguaje propio, encontraba fácilmente lo que quería decir». Yo no lo sé de cierto, pero supongo que todos, o muchos escritores tuvieron la necesidad de canalizar en la escritura sus experiencias de vacío, angustia, pesimismo o inferioridad. Es un mecanismo del inconsciente para expresar las emociones creativamente. Esto, según el psicoanálisis, es una forma de sublimación; por supuesto que es un concepto más amplio, pero que valga la referencia para plantear que no somos prisioneros de nuestras pulsiones y emociones, sino que podemos utilizar su energía para propósitos intelectuales, artísticos u otras expresiones valoradas social y culturalmente.
En la adolescencia el cuerpo se convierte en una revelación por sí mismo; se inquieta, experimenta curiosidad erótica, sexual, que puede explorarse en el propio cuerpo, o aproximarse desde un libro. En este caso, los esquemas que se diseñan lo hacen a partir de las concepciones de quien lo escribe: desde su corporalidad y sus narrativas sobre el placer. Parece una obviedad; sin embargo, es un aspecto metatextual que tiende a pasar inadvertido por los lectores principiantes. El texto no es el problema per se: es el lector el que no dispone de un bagaje suficiente para leer entre líneas; comprensible en cualquier lector sin o con poca tradición literaria. Nitz cuenta cómo se aproximó a sus primeras visiones eróticas a través de la literatura y cómo lo entiende a la distancia:
Leí mi primera novela erótica a los trece años: Casada con Buda [...]. También leí a Rubem Fonseca, el escritor brasileño. Para mí era un mundo adulto, extraño. La mayoría de las mujeres comenzamos leyendo literatura escrita por hombres. Es como empezar a leer el mundo a través de sus ojos; una empieza a configurarse desde esa mirada. Por eso, en mis primeros relatos, la mayoría, o casi todos mis protagonistas, eran hombres. La mirada era masculina, no lo cuestionaba, no era consciente. Creía: «Así se escribe; es lo que he leído, así debe ser».
Entonces, un libro puede «introducir» al mundo adulto, pero no pasivamente; hay rupturas con los esquemas aprendidos. Es la historia interminable: cada generación cuestiona la educación validada, inventa conceptos para identificarse, quiere emanciparse; se revela con su vestimenta, con el cuerpo, con la música. Escribe. Y al escribir recrea todo lo anterior. Algunos adultos se conmocionan con tales manifestaciones, las consideran insolentes, impertinentes. Les asusta porque no se atreven a cuestionar sus propios paradigmas; por eso las censuran, no vaya a ser que se entreguen a pasiones impropias de su edad, no se vayan a salir del carril.
Carmen rememora a una compañera que se expresó con un ejercicio inocuo de escritura y cuyo texto fue demeritado:
En secundaria hubo el primer concurso de textos que conocí: […] de cartas. No participé, creí no tener el talento suficiente; pero una chica que conocía llegó a finalista. Dijeron que su texto no había sido premiado porque era una carta de amor, y no les parecía propio de una adolescente. Me pareció tan desagradable, que hizo que yo la admirara. Me pregunté: ¿cuál es el problema de que ella escriba eso? ¿Por qué les duele que alguien escriba de forma íntima, que exprese su sensualidad o su sexualidad? ¿En qué les afecta?
Quienes hemos tenido la fortuna de encontrar consuelo en un libro conocemos su poder para salvarnos de caer al vacío. No hallo visión más ilustrativa que la metáfora de Juan Villoro sobre la literatura como el paracaidismo:
…en condiciones normales solamente algunos espíritus intrépidos la practican, pero en condiciones de emergencia le salvan la vida a cualquiera. No siempre te avientas con un paracaídas, pero si vas a morir más vale que tengas uno. Entonces, en la enfermedad, en el naufragio, en la cárcel, en la soledad, en la depresión profunda, un libro te cambia, un libro te salva.
Villoro, con la elocuencia que lo caracteriza, ha contado en diversas ocasiones cómo De perfil (1966), la novela de José Agustín, lo acompañó en su crisis adolescente. Fue el primer libro que leyó por gusto y lo cautivaron las similitudes con su propia vida; dice que fue como verse en el espejo y quedó prendido de la literatura para siempre. Esa es la magia de la narración: mueve instancias psíquicas, vemos en los personajes lo que hay en nosotros mismos: angustia, dolor, ansiedad, envidia, deseo sexual, necesidad de amor y reconocimiento. La ficción atañe a nuestra humanidad compartida; y al adolescente, que atraviesa una reconfiguración neuronal, una crisis de identidad, lo ayuda a comprenderse a sí mismo. No obstante, los temas que atrapan al lector no son necesariamente los que hablan de experiencias similares a la suya. Como alegué en la entrega anterior, inspirada en las investigaciones de Michèle Petit: los lectores no son sujetos pasivos frente al texto, lo significan a partir de sus vivencias. Cuando los jóvenes no cuentan en sus hogares con un escenario que incorpore la cultura escrita, los maestros serán, una vez más, los impulsores de la lectura.
Carmen recuerda a una profesora en su etapa de secundaria que apostó por la lectura libre, no supeditada a un programa académico, donde ella y sus compañeros podían elegir:
… la maestra dijo: «Esta sesión será de lectura, les traeré libros y podrán leer lo que quieran». Eran de la colección A la orilla del viento, del Fondo de Cultura Económica, para niños de ocho años; nosotros teníamos trece. Aun así, para mí fue genial. Ella me dijo: toma lo que quieras, llévatelo el fin de semana. Terminé de leer todo lo que tenía en su estantito.
Prácticas como la anterior pueden resultar en vínculos textuales más íntimos entre lectores, que pongan en juego su forma de pensar y sentir. Tal fue el caso de Hamid, que en la preparatoria, él y su grupo de amigos se relacionaron estrechamente con una profesora. Él relata: «...tuve una orientadora de la que después me hice muy amigo, me prestaba libros, los conversábamos. Ella percibió algo especial en mí». La lectura, aunque es un acto solitario, en un segundo momento nos conecta con otros. Es paracaídas. Y también es espejo, especialmente en la adolescencia; no para reflejar apariencias, sino para mirarse hacia dentro, para ampliar la perspectiva del futuro, redescubrir el cuerpo o para reconfigurar los modelos aprendidos. En esencia: ayuda a estructurar un Yo adulto. Nadie puede prever los movimientos psíquicos de los lectores, son insospechados.
Son casi las siete de la mañana en la Ciudad de México. Por la calle Santo Domingo, un muchacho esbelto corre hacia la Escuela Nacional de Medicina. Llega tarde a la clase de Anatomía; se estrella con la puerta cerrada. Se aleja del edificio que antes había sido de la Inquisición; para él seguirá siendo un lugar de tortura durante los próximos tres años. En unas vacaciones vuelve a su tierra, Tuxtla Gutiérrez, para decirle a su amado padre: «Terminaré Medicina nada más para colgar el título, porque no voy a ejercer». Su padre, un emigrante libanés, le responde: «Nadie te dijo que estudiaras medicina, lo que quieras ser nos daría mucho gusto». El joven se arrincona en su cuarto y se echa a llorar convulsivamente. Aquel muchacho, que ya recitaba desde los ocho años, se convertiría en poeta; su nombre: Jaime Sabines.
El tormento que experimentó el poeta chiapaneco en su adolescencia ocurre generación tras generación. Entre amores, desamores y angustias llega el tiempo de tomar una decisión trascendental: elegir una carrera universitaria. Un parteaguas que encara profundos dilemas existenciales y crisis identitarias, y que pone a consideración el talento, la necesidad y el deseo, que no son la misma cosa. La situación familiar y económica condiciona esa decisión. Una constante entre quienes deciden convertirse en escritores es la incertidumbre que sintieron para reconocer la carrera apropiada. Son conocidas las interrogantes del tipo: ¿de qué vas a trabajar? ¿Se gana bien? Frente a la encrucijada hay que elegir un camino; ya en marcha podrá resultar gratificante o convertirse en suplicio.
Hay quienes, al igual que Sabines, asumen el compromiso estoicamente, pero no se puede engañar al espíritu; la melancolía termina por expresarse como irremediablemente le ocurrió a Nitz, que después de una concienzuda elección se integró a Filosofía:
Batallo con la teoría y sobre todo si es filosofía. Fui buena alumna, a pesar de que sufría. Mientras tanto, leía y escribía literatura. Me aferré a eso como un náufrago a un madero, era lo que me sostenía. Eso me hizo soportar la carrera. […] estaba harta: no puedes hacer cuatro años algo que no te gusta, es como veneno para la salud emocional.
Quienes no tienen la fortuna de ser escuchados y guiados por un maestro o un familiar van a la deriva, afrontando solos sus decisiones. Aunque en la preparatoria suele haber un periodo de orientación vocacional, este se limita —al menos así fue para mí— a un cuestionario que señala los aspectos ya conocidos: habilidades, aptitudes y deseos del aspirante. Al final se reduce a una cuestión definitiva: ¿puedo costear la carrera, y en dónde? La realidad material se impone otra vez.
Carmen recuerda su situación de aquel momento:
Siempre me ha parecido ridículo que esperen que alguien de dieciséis o diecisiete años sepa qué hacer con su vida. [...] perdí el sentido, empecé a faltar, y cuando me di cuenta, me había quedado atrás. Fue muy difícil, nunca me había encontrado con el fracaso, no lo supe afrontar. Me deprimí, me enojé, me desilusioné. Me decía a mí misma: no tienes dinero, necesitas trabajar y estudiar al mismo tiempo si quieres una carrera...».
Entre vacilaciones y conversaciones con una compañera, Carmen se decantó sin demasiado entusiasmo por Bibliotecología. Varios años después, con un mundo de experiencias de por medio y con estabilidad emocional, descubrió la carrera de Creación Literaria, allí se sintió por fin satisfecha; tanto, que acumuló créditos extra. Tuvo a su alcance un vasto menú curricular que degustó como solo un hambriento de conocimiento puede hacerlo.
Por otro lado, las lealtades y expectativas familiares también pesan. Sabines padeció una culpa enorme por el esfuerzo de sus padres para que continuara estudiando. Hamid tenía el precedente de sus hermanos que fueron buenos estudiantes y no podía romper la tradición. Él se matriculó en Psicología, y cuenta: «Tenía la presión familiar del “qué sigue”. A la mitad de la maestría, hice la inducción para el doctorado. […] Ya no trabajo con pacientes, no tenía vocación». Inconscientemente, con su doctorado se distanció de la Psicología para sumergirse en la literatura. Dice: «Padecí el primer año, escribía muy psicoanalítico y no me entendían. Luego leí a Borges y me enamoré». Desde el año 2023 Hamid comenzó a escribir ficciones con la disciplina que requiere el oficio.
En la entrega pasada planteé que escribir no depende únicamente de las capacidades individuales ni del talento inherente, sino que hace patente la realidad material, como el acceso a recursos y a bienes culturales, el tipo de actividades necesarias para proveer el sustento y un deseo frecuentemente ignorado: la intimidad. El acto de escribir pertenece a la necesidad de apartarse de la mirada constante de los otros y desenvolver las propias fantasías. Este legítimo espacio es ineludible en la adolescencia; pese a ello, en familias que viven hacinadas no es posible, pero en otras, con hogares más desahogados, tampoco lo validan. Desentenderse del mundo exterior es una forma de ejercer la intimidad.
Carmen rememora el ensimismamiento que hasta hoy beneficia a su escritura:
En primaria no escribía; pensaba, hablaba sola, relataba historias en voz alta, hacía voces. En secundaria no tenía espacio para hacer eso. Entonces tuve que escribir. Me ayudó a evadir la soledad, y ahora me sirve para crear. Uno de mis grandes logros es que trabajo personalidades y no solo arquetipos: me meto en ellos, los vivo, les creo su propio registro de voz. Es algo que me despertó gracias a estar tanto tiempo sola.
El espacio–tiempo de la escritura, que es el de la intimidad, no se trata de una concesión de los otros; es un binomio que se crea, se mantiene, se defiende y que implica abandonar actividades «productivas» que proveen el sustento. Pero ¿quiénes y en qué circunstancias pueden permitirse eso? La intimidad que puede crearse en un hogar se supedita al trabajo doméstico no remunerado, el cual, lo sabemos, continúa realizándose principalmente por mujeres, que además suelen ser las cuidadoras primarias de niñas y niños. Todavía se le dice a las jóvenes «cásate, ten hijos, cuida tu casa», y con más ahínco en contextos rurales. A Carmen se lo dijeron sus padres; desobedeció los mandatos, por supuesto. Lo paradójico fue lo que vino después. Tras años de trabajar y estudiar consiguió estabilidad financiera, y se casó; decidió tomarse un descanso y dedicarse a su hogar conyugal, determinación que apoyó su pareja.
Fue un año sabático que se extendió a tres, en los que extrañamente era feliz. Estuve tranquila y hasta ese momento me acordé que me gustaba escribir y pude dedicarle horas enteras. […] tantos años haciendo lo contrario de lo que decían mis papás y después fue como: «mira, tenían razón». Tenía estabilidad emocional para dedicarme a mí. […] leía, escribía, probé más hobbies En mi casa [conyugal] encontré esos ánimos que no conocía. Ha sido interesante ver que lo que evitaba acabó pasándome, y me reconfortó.
La escritura es un habitáculo, una morada: ahí el inconsciente se revela buscando una identidad propia, no una asignada ni heredada, sino elegida. Particularmente en la adolescencia, escribir ayuda a afrontar los procesos de marginación, de sentirse aparte. Con el mundo interno, ya fortalecido, surge el deseo de mostrar lo creado, de publicarlo; de eso que irá la siguiente entrega: del salto al espacio público.