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Quise conocer a Adara por tres razones: por su condición de irlandesa, por pelirroja y matemática.
De Irlanda siempre me han atraído sus dramáticos paisajes, su naturaleza esmeralda, la cantidad de escritores que incluyen cuatro premios Nobel, sus duendes, los tréboles de cuatro hojas y la cerveza. Yo, que tiendo a la seriedad y al protocolo, me siento particularmente atraído por el carácter despreocupado de los compatriotas de Oscar Wilde y James Joyce. No en balde a Irlanda se le conoce como el país del take it easy. Además, el verdadero san Valentín está enterrado en la ciudad de Dublín, así que algo sabrán los irlandeses respecto al amor; y yo, lo confieso en privado, aunque siempre lo negaré en público, soy un romántico empedernido.
De las pelirrojas me atrae el exótico follaje que las engalana: pelo de fuego con chispas ardiendo en el aire, ojos verdes como manantiales en la selva y una piel blanquísima espolvoreada con pecas de diferentes tonos y tamaños. Además, cuenta la leyenda que el vello púbico de las pelirrojas tiene efectos alucinógenos en quien lo prueba, y que sus fervores amorosos son más volcánicos que el del resto de las mujeres, menos cromáticas y explosivas.
Del hecho que sea matemática me atrae todo: que haya elegido una disciplina que roza al mismo tiempo el infinito y la inmediatez, el enigma de las variables y el equilibrio de las ecuaciones. Sobre todo, tengo la teoría de que el estudio de los números es un antídoto natural contra el veneno de los celos y la inconveniencia de los dramas innecesarios; un muro de contención para los reproches, para los «tenemos que hablar» y los «¿te acuerdas lo que me dijiste hace siete años y tres meses, a las ocho y media aquella noche lluviosa y fría en que fuimos a cenar tacos al pastor al restaurancito que estaba en la Avenida Náder?» La memoria bélica de las mujeres es prodigiosa.
El caso es que Adara, cuyo nombre significa virgen, es mexicana de nacimiento, aunque de padres irlandeses. Él es de Limerick, y ella de Londonderry. No sé por qué razón terminaron viviendo en Cancún y engendrando una hija mexicana. El caso es que, aunque Adara tiene leves rasgos del carácter festivo de los irlandeses, tiende más al sarcasmo tan propio de nuestra raza mestiza. Su comida favorita son los tacos y prefiere el tequila a la cerveza. Su apariencia es volcánica: dueña de unos rulos rojizos que ondean al viento y un cinturón de pecas que orbitan como asteroides anaranjados en sus pómulos, entre los ojos y la nariz. Resultó que en la intimidad Adara es suave como la música de Enya —irlandesa también—, y el efecto alucinógeno de su vello púbico está pendiente de verificarse, ya que su monte está completamente deforestado.
De todo esto me fui dando cuenta poco a poco, y hubiera desistido de continuar con una relación que fallaba en dos de sus tres premisas, pero la tercera me cautivo irremediablemente. Adara comía, respiraba y bebía de las matemáticas, y eso a mí me pareció fascinante; una rara avis en el de por sí complejo universo de la naturaleza femenina. Las cosas simples que desestabilizan al amor, a ella la tenían sin cuidado: llamarla al día siguiente de una noche juntos era opcional, y optar por no hacerlo no causaba tormentas; preferir una cerveza con los amigos a una cena en pareja en el restaurante de moda, era, no solo bien visto, sino incitado y aplaudido.
No ser la prioridad de tu pareja te permite gozar de una libertad tan inesperada como bienvenida. Más cuando la competencia no es otro hombre, sino el número Pi, la identidad de Euler, la ecuación de onda, el teorema de Bayes o las ecuaciones de campo de Einstein. Imposible tener celos de la constante de Boltzmann o del número de Avogadro. En pocas palabras: era una mujer cuyo principal amor eran los números, lo que fue una bendición para mí. Hasta que, como todo, dejó de serlo.
Un día, después de hacer el amor, la sorprendí escudriñando mi espalda con una lupa. «¿Qué haces?», le pregunté. «Te cuento los lunares», respondió como si aquello fuera lo más normal del mundo. En otra ocasión me pidió que le dejara contarme el número de pelos en las cejas. Me negué aduciendo que eran muchos y que tenía que irme a trabajar. «Entonces los de tus pestañas, que son menos», suplicó. Por no sonar intransigente accedí a su petición, y tuve que permanecer casi una hora con la cabeza erguida, así, como un cisne. Su afición por contar cosas en mi cuerpo parecía no tener fin. Por su detallado escrutinio pasaron las líneas de las palmas de mi mano, los pliegues que se formaban al flexionar mi codo, las arrugas en el dedo índice de mi mano derecha. Cuando me pidió contar las papilas gustativas de mi lengua, me negué con firmeza sin siquiera darle oportunidad de explicarme la metodología que pensaba usar.
A la etapa de conteo le siguió la etapa de la medición. Armada con una cinta métrica, procedió a medirme el rostro: de la coronilla a la punta de la nariz, de una oreja a la otra, la hipotenusa de mi nariz, el diámetro de mi boca totalmente abierta. No hubo distancia en mi cara que quedara sin medir. Después midió el largo de mis piernas, desde la cadera hasta la planta de los pies, y luego cada segmento por separado: de la cadera a la rodilla, y de la rodilla al tobillo. Así también con mi espalda y con mis brazos. Midió minuciosamente el largo, ancho y diámetro de cada uno de mis veinte dedos. Para hacerlo, aprovechó los momentos inmediatos después de hacer el amor, cuando mi cuerpo se vencía por la lasitud, y yo, desvanecido sobre la cama, accedía a todas sus peticiones.
Un día le pregunté qué era lo que más le apasionaba de las matemáticas, y sin dudarlo un instante me contestó que la secuencia de Fibonacci y la proporción áurea. Aprobé su respuesta con fingido entusiasmo y le dije que eran una excelente elección. Cuando regresé a mi casa me puse a buscar qué chingados era eso. En síntesis, la secuencia de Fibonacci es una serie numérica en la que cada número es el resultado de la suma de los dos anteriores, por ejemplo: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, etcétera. Si se divide cualquier número de esta secuencia entre el anterior —digamos: 55 entre 34, o 21 entre 13—, el resultado siempre es cercano a 1.618, que es a lo que se le conoce como la proporción áurea, el número de la proporción perfecta, la que debe de existir entre una distancia y otra, entre lo largo y lo ancho, entre dos dimensiones cualquiera. Este descubrimiento me aclaró, entre otras cosas, el porqué Adara anotaba siempre en un papelito las medidas que hacía de mi cuerpo, y después, las transcribía en un cuaderno de trabajo que guardaba bajo llave en el cajón de su escritorio.
Un viernes Adara se fue a un congreso de matemáticas en Cuernavaca o en Cocoyoc —no es relevante la precisión— que duraría todo fin de semana. Como era de esperarse, me dejó las llaves de su departamento para que fuera a darle de comer a su gato, y de paso, limpiar el arenero: «Es que si lo ve sucio ya no se mete, y se orina en otro lado», justificó. En la tranquila soledad de su departamento, violé la cerradura del cajón de su escritorio, saqué el cuaderno, y después de destapar una cerveza me tumbé en la cama a leer.
Apenas pude creer lo que mis ojos descubrían. En esas páginas estaba perfectamente detallada la numerología de las últimas relaciones sentimentales de Adara. A manera de encabezado y subrayado en rojo, el nombre del amante en turno; después, una serie de medidas que me eran familiares: hipotenusas, diámetros y cosas así. Al lado de estás últimas siempre aparecía la palabra negativo escrita en tinta roja. Era evidente que buscaba la perfección de la proporción áurea. Lo más inquietante es que al final de cada lista venía la frase: «Número de veces que hemos hecho el amor», y después una serie de rayas. Con cada amante, salvo en mi caso, la cuenta resultante aparecía encerrada en un círculo. Noté que esos números eran los mismos que los de la secuencia de Fibonacci. El anterior a mí, un tal Jerónimo, tenía el número 21. Y el anterior a él, un tal Bernardo, el 13. Volví a mi lista, y ante mis ojos se desplegó la minuciosa numerología de mi cuerpo: el número de pecas, pestañas, pliegues, arrugas; todo estaba contabilizado con una precisión de relojería. En el apartado de las distancias estaban todas las que había tomado seguida siempre de la misma respuesta en rojo: negativo. Supe que ninguna de mis medidas tenía la proporción áurea. Por último, el número de veces que habíamos hecho el amor. Ante la ausencia de un número encerrado en un círculo conté las marcas: eran 23. Si las matemáticas no me fallaban, aún faltaban once sesiones de amor para llegar al siguiente número de la secuencia de Fibonacci: el 34. Tomé la pluma roja que yacía en el fondo del cajón y con furia tracé las once rayas que faltaban, y anoté en un tamaño desmedido el número 34. Lo encerré en un círculo y al lado escribí: «¡Ve a medirle los huevos a tu gato!».
Terminé mi cerveza y salí del departamento dando un digno portazo que nadie escuchó. Jamás volví a verla.
Autor del libro El juicio de los libros y otros cuentos irreverentes (2024). Cancunense, admirador de Borges y de Cortázar, cazador de palabras y de historias.