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Sligo. Un mal mes, un mal día.
Llovía, pero decir que por eso era un mal día sonaba a algo típico de los turistas, pensó Roy mirando por la ventana del uber. El chofer seguía hablando del nulo turismo temporal. ¡Ja! Como si Sligo tuviera algo digno de verse. El mismo Roy no estaría ahí si no fuese porque se corrió rápido la noticia de que Seamus Waldron había vuelto a la isla. ¿Hace cuánto que no lo veía? Aunque de chicos jugaron en clubes opuestos de hurley, siempre fueron amigos. Ahora tenían treinta y algo. Su tío, el padre de la Catedral de la Inmaculada Concepción en Sligo, también era cercano a su tío, Sir Taylor Corman. Desde entonces a Roy y Seamus les llamaban los sobrinos. En realidad nunca perdieron el contacto, incluso cuando uno se fue a cazar demonios al otro lado del mundo.
Al bajar del auto, el chofer le deseó buen día, encendió la radio y se fue.
Curioso, masculló Roy, este sí podría ser un mal día, al parecer; atravesó el pórtico mirando la vieja Royal Enfield con que solían ir a la playa del faro para imaginar que Seamus pondría un verdadero pub irlandés algún día en Estados Unidos. Roy entró a la casa como se ingresa a un pub: sin invitación y con mucho valor. El sitio no había envejecido; todo seguía igual, como si los años hubieran pasado sin escándalo. Escaleras arriba encontraría la habitación de su amigo, pero no a él; o no del todo. Una anemia aplásica mal diagnosticada le arruinó la vida a Seamus. Las quimioterapias no hicieron más que empeorar el proceso corrosivo de su médula ósea. Ahora Seamus Waldron era un hombre postrado, ojeroso y con poco cabello.
―Oi! —saludó Roy.
La luz del faro de la playa entró por la ventana de la habitación y se alejó.
―Oi! —respondió Seamus.
Este le preguntó a Roy por qué estaba vestido como un perro inglés, a lo que respondió que a uno se le pegan algunas mañas estando fuera de casa. El padre Waldron los vio abrazarse. El enfermo tosió. Roy le alcanzó un vaso con agua pero este negó con la palma. Es mi último trago, dijo. El sacerdote asintió dejando que el caballero exorcista le sirviera un vaso de irlandés, sin hielo para su amigo y con dos rocas para él. Solo el whisky de Sligo tenía ese color, pensaron.
La luz del faro los alumbró de nuevo.
―Alcánzame eso —pidió Seamus con un gesto.
Roy se levantó para tomar una caja vieja de madera con dos o tres percebes adheridos y la palabra Waldron tallada con cuchillo. El moribundo le pidió que lo abriera. Adentro había un dusack.
―Era de mi padre, y del suyo antes que de él, ya sabes, esa mierda de siempre —dijo tosiendo muy fuerte—. No quiero ir al infierno, Roy —suplicó tomándolo de la mano.
―Para eso son los santos óleos —recalcó el padre Waldron.
―¡Y una mierda con eso! —Seamus se encogió de dolor—. Salva mi alma, por favor, Roy.
No dijo más. Su mano cayó en la sabana ahuesada. Luego, la respiración de Seamus se apagó.
―Farewell, fella, see ya late dijo Roy saliendo de la habitación.
La luz del faro se alejó también.
La noche era fría y el té estaba horrible. El té en casa de los Waldron siempre supo a rayos. Roy no lo bebía ni por formalidad.
―Se debe a la maldición del Waldron —argumentó el sacerdote.
Roy se arrellanó en el sofá. Había escuchado esa historia mil veces.
Durante la edad de oro de la piratería, el primero de los Waldron de Sligo se enroló como capitán de un entonces navío sin nombre de la flota de Gráinne Mahol, la reina pirata del mar de Connaught. Granuja por nacimiento igual que la pelirroja, pronto se ganó su confianza, y cuenta la leyenda que el propio capitán Waldron fue quien dio caza al Ballena negra, una fragata mercantil que volvía de las Bahamas cargado de té y otras riquezas.
Con la venia del mar zarpó de noche, pese a los augurios de una tormenta cercana, con el fin de atrapar al Ballena negra en ultramar. «Y aquí es donde empieza la leyenda», advirtió el padre, pues se dice que al capitán Waldron se le soltaron los aparejos de la mente, ya que cuando vieron a la presa por el catalejo, descubrieron que no era sino un anzuelo. Aquella no era la fragata cargada de té y especias sino una nave mucho más pequeña y cargada con familias católicas irlandesas que volvían a la isla, pues su corazón no había encontrado sitio en la América de los protestantes y sus sectas.
Contrario a la opinión de su tripulación, al capitán Waldron, deseoso de hacerse con ese botín, el fracaso le envenenó el juicio, por lo que ordenó cañonear a la nave que ya había izado el paño blanco.
Los gritos de las mujeres y los niños debieron ser horribles, tanto que el cielo se encapotó; la lluvia fue tal que la pólvora y la batería dejó de ser inflamable. «Es la voluntad de dios», dijeron unos. «Hay que volarle la cabeza al viejo Waldron», dijeron otros. Pero nadie se atrevió a conjurar el motín. Lamentablemente, al capitán Waldron alguna vez lo apodaron el Jabalí de Sligeach (como se debería pronunciar Sligo, pues en aquel entonces el gaélico era la lengua natural); el mote le venía por dos razones: el Waldron tenía un espolón tachonado de acero, y al maníaco irlandés le gustaba partir embarcaciones por la mitad. Entonces, fúrico y demente, el Jabalí de Sligeach condujo las velas y manipuló los aparejos hasta que su nave atravesó la borda de la otra.
Dicen que a su paso los piratas vieron los rostros de aquellos que más tarde se ahogaron mientras el malevo capitán se daba un festín bajo la lluvia en altamar. Antes de probar el último bocado, el contramaestre se le acercó para avisar que habían encontrado a un sobreviviente asido a la borda del Waldron. También había dejado de llover. Se trataba de un viejo padre católico, que ni tardo ni perezoso le escupió a la loncha de pescado del loco marinero. Dicen los que saben que esto le hizo gracia a Waldron, que pidió a su hijo, un robusto veinteañero igual de pirado que su padre, que desenvainara su hoja. El mismo dusack que varios siglos después Roy tenía en las manos. Las opciones eran: tragarse directamente de su bota la carne arruinada por su baba, o recibir un tajo a medio cráneo.
Por su parte, el sacerdote lo maldijo. En la última hora de su vida votó al diablo, y usando la vieja lengua de los marineros irlandeses invocó un maleficio que condenaría a los Waldron y a sus primogénitos a vagar para siempre en ese barco que no tocaría nunca puerto alguno. Después vino su siguiente atrocidad: una mancha de sesos se desparramó frente a los ojos de toda la tripulación.
De las múltiples versiones de la historia, la que eligió el hombre de fe que Roy tenía enfrente fue aquella que narraba cómo el Jabalí echó velas al viento con destino a tierra. Entonces, desde el nido del cuervo alguien avistó una ballena. No se trataba de la fragata que fueron a buscar, no: aquello era un animal. Un mamífero acuático y enorme, terrible y diabólico. Por encima de su lomo negro una nube de tormenta se encrespaba y los relámpagos resplandecían. Recordaron entonces la maldición de aquel católico, que en su último aliento le vendió su alma al diablo para maldecirlos. Sin embargo, Waldron y su hijo blasfemaron contra el maleficio y mandaron dirigir la batería contra el cetáceo. Aquella ballena negra era enorme, más grande que un cachalote y más veloz que los delfines, un terror que se sumergió por debajo de la quilla y con el lomo golpeó al Waldron, haciendo que el casco se fracturara por la mitad. Aquella invocación maligna cobró venganza por las almas de los muertos que todavía flotaban alrededor de la pirata embarcación una y otra vez. Fue así como víctimas y victimarios acabaron como alimento para tiburones en el mismo oleaje impío.
¿Cómo lo supo el vulgo si no hubo sobrevivientes? Es una formalidad que la leyenda no resuelve, pero sin duda alguna todos los primogénitos Waldron morían desde entonces bajo situaciones dolorosas, y dicen por ahí que cuando la primera estrella de la noche brilla viene el padre en busca del hijo para embarcarse juntos en el navío maldito. El sacerdote terminó la narración apretando su rosario, se persignó y le dio un sorbo a la taza. Hacía rato que Roy había dejado de oír el cuento. Si bien era algo que ya sabía, recordó que el padre Waldron no solo era el hermano menor del papá de Seamus, sino también el último de un linaje que estaba por desaparecer, como el gaélico y las historias de una Irlanda cada vez más cosmopolita.
Bostezando, el presbítero sugirió que se acomodaran en la sala, que mañana llamaría a los forenses y que haría todo eso que en el mundo moderno se hace con los muertos.
La luz del faro iluminaba y se esfumaba insistentemente por la pared.
El tiempo pasó. Roy escuchó algo; miró la caja tallada y los percebes reluciendo bajo el brillo del faro, que se congeló como si el tiempo se hubiera detenido. Tres golpes sonaron en la puerta. Roy se levantó. Abrió la caja. Tomó el dusak. Su filo era tal que pudo escucharlo cortar el viento. Abrió.
Afuera olía a sal de mar y algas podridas. Frente a sus ojos Roy reconoció al fantasma del papá de Seamus. De las cuencas le escurría un líquido negro, como lágrimas añejas. Roy le enseñó el dusak. El fantasma giró a sabiendas de que lo seguiría. Bajo el faro de la playa, Roy alcanzó a ver el barco fantasma.
En un parpadeo Roy atravesó el océano; en el aire flotaba una niebla que hedía a tristeza, a una nostalgia que apagaba el corazón. Afortunadamente Roy no fue capaz de sentir pena por Seamus; esto solo era una promesa que le hizo a su amigo cuando eran niños.
Más o menos a los doce años, ambos llegaron en la moto a un pub de poca monta en Galway, donde Seamus le contó sobre la maldición de su familia seguro de que él creería en el mito, ya que tarde o temprano Roy se iría del Eire para ordenarse como caballero exorcista. El joven Corman no dudó de una palabra, y prometió romper aquel maleficio diabólico. Con el tiempo, el adepto aprendería que no todo lo mágico es del diablo. Pero nunca dejó de pensar en el asunto Waldron.
La palabra dada es sagrada y ahí estaba él, a bordo de un navío maldito.
En silencio, el Waldron flotaba al otro lado del océano —no por debajo, sino del otro lado— con su madera podrida y las velas raídas. No había flora ni fauna; una espuma emanaba de unas formas indescriptibles. Entendió muy bien las aguas que navegaba: era el limbo, la nada, ese abismo donde habitan los fantasmas. A su favor, Roy conocía dos o tres lenguas muertas.
Llegado el momento, aquellas aguas renegridas se agitaron llevando al barco hacia un remolino. Al unísono, los fantasmas de los Waldron se lamentaron y gimieron en una tétrica sonata de penuria y patetismo hasta que una voz se levantó desde el nido del cuervo. Era Roy Corman, que cantaba una vieja canción de marineros que siempre le levantaba el ánimo a cualquier hombre a bordo. Seamus fue quien se la enseñó: Un barco una vez quiso navegar y su nombre era la Tetera del mar —entonó el irlandés—. El viento sopló y su proa hundió. ¡Remar, hermanos, por Dios! ¡Hur!
Como si un eco del pasado rebotara en sus tímpanos inexistentes, los fantasmas de los Waldron alzaron la vista hacia el nido del cuervo. Aquello sonaba a algo que alguna vez tuvieron y que no les fue arrebatado del todo: la voz, ese único e irrepetible sonido que es la voz, reflejo del espíritu, evidencia de que alguna vez estuvieron vivos. Primero fue un murmullo. Un lamento. Pero poco a poco cantaron: Pronto el Ballenero vendrá, y azúcar, té y ron traerá, cuando cese nuestro cantar será hora de zarpar.
Al oír de nuevo sus voces, los fantasmas sintieron arder algo dentro de ellos. Entonces Roy Corman les señaló el remolino que tenían a proa. Ni tardos ni perezosos, los espectros pusieron manos a la obra para desviar la quilla de la vorágine, en tanto que sus gargantas seguían cantando: Tras una quincena en altamar con una ballena se fue a topar, el capitán se hizo jurar que caza le iba a dar… ¡Hur!
Con ahínco y valor, alejaron la nave de aquel remolino embravecido.
Mientras vitoreaban a Roy, aconteció algo inusual. El agua se tornó calma, como la superficie de un espejo: el remolino se detuvo como si de pronto la boca de una criatura se hubiera cerrado. En aquella paz que duró un momento, los fantasmas de los Waldron y el irlandés advirtieron el surgimiento de la joroba negra y diabólica; coronaba a la figura una faz chata y barbuda. De los belfos le colgaba un pelambre como el fuego, y los ojos de aquel animal, que bien podían ser los de una ballena o un elefante, eran amarillos, como la luz de un sol corrupto. En la frente, una corona con siete cabezas cantaba un salmo blasfemo, y se balanceaban al compás serpentino del resto del cuerpo, que se extendía más allá de la vista.
Aquello era la misma aberración que hundió a la embarcación liderada por el Jabalí de Sligeach siglos atrás, la misma criatura que maldijo al linaje de su amigo. Con el dusak maldito, Roy señaló a la ballena negra para que la tripulación del Waldron la enfrentara, porque ese no era un barco ligero de pesca. No, aquella era una de las naves más aterradoras de la edad de oro de la piratería, con cuarenta cañones y un espolón apuntando hacia la bestia emergida, que invocó una tormenta.
Antes de cargar con la uña de fierro a la ballena, esta abrió la boca, y tras el hedor a cadáver y otra inmundicias, todos vieron salir de su hocico a una horda de hombres pez, una pesadilla que caminaba por las aguas blandiendo armas hechas de huesos, listos para abordar al barco pirata. Roy bajó desde el nido del cuervo deslizándose con el dusak clavado en la vela. Ya en cubierta, vio a las criaturas batirse contra los fantasmas de los Waldron. Él hizo lo propio para llegar hasta el mascarón de proa, desde donde pudo divisar que, de la boca abierta de la ballena, las hordas seguían saliendo, incesantes. Su intuición le exigió realizar un exorcismo, mas no llevaba otra cosa que aquella arma perversa y su fe. Blandió la primera y se aferró a la segunda. Desafiando el hedor de la boca del demonio marino, inició su ritual.
Tú, que con tu poder dividiste el mar y aplastaste las cabezas de los monstruos marinos —evocó el irlandés repartiendo mandobles y estocadas a las alimañas que vomitaba la ballena negra—. La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban sobre la faz de la tierra y el espíritu de Dios se movía en la faz de las aguas, siguió Roy con voz autoritaria. Los ojos de la impávida criatura, la misma que la Biblia reconocía como un príncipe caído, lo veían sin emoción alguna; eran un par de remolinos oscuros e infinitos, como el interior de la garganta desde la cual el exorcista percibía el llanto de todas las almas que aquel cetrino demonio había devorado. Sin embargo, el animal era más poderoso que Roy, que se debatía entre sus oraciones, los pisciformes diablillos antropomorfos y la lluvia que azotaba como un látigo de hielo todo alrededor.
«El agua salada no se puede bendecir», pensó Roy limpiándose de la frente el agua de la lluvia. «¡El agua dulce de la lluvia!», masculló dándose la media vuelta. Trepó otra vez hasta el nido del cuervo y, haciendo la señal de la cruz, bendijo al viento, al agua de lluvia. Las gotas que caían ahora consumían la carne impía de las criaturas que seguía vomitando la ballena negra.
¡Por el poder conferido por el Señor a nuestra Orden, te ordeno que te nombres!, gritó Roy con autoridad. La ballena negra se lamentó con la voz de mil gargantas pecadoras. Las criaturas se lanzaron desesperadas al océano huyendo de la lluvia bendita que los abrasaba. De pronto, la ballena respondió: ¡Leviatán! Y Leviatán gritaron sus engendros.
Roy sonrió altanero rezando en irlandés: ¡Te conozco, Leviatán, cuerno de la falsa trinidad! Y en nombre del cordero, hijo del hombre, ¡yo te relego de este reino!
La boca de la ballena se abrió hasta mostrar las agallas, las espinas de los huesos y la carne hedionda hecha con el cuerpo de los condenados. El agua hirvió con un color rojo; sus vapores sacudieron al Waldron haciendo que sus fantasmales tripulantes se aferraran a lo que pudieran. Después, el barco se volteó.
Roy abrió los ojos. El cielo era anormalmente azul para el clima de Sligo. Entonces escuchó la voz de Seamus diciéndole que todo había acabado.
―Gracias a ti.
―Sí, supongo que sí.
―¿Podría pedirte un último favor, amigo Roy? —inquirió el espectro de Seamus dándole una cajita no más ancha que la palma de su mano.
Se trataba de una raíz de té que le daría nueva vida a los Waldron, que ya no serían olvidados. Roy la tomó y abrazó a su amigo.
En cubierta, los demás fantasmas de los Waldron esperaban, pero su faz ya no lucía atormentada, ni el navío estaba destruido por la soberbia del Jabalí de Sligeach. Fueron perdonados, pensó el exorcista oyendo el cántico de los muertos que se evaporaron en el mar, dejando solo a Roy en la arena, como si nunca hubiera dejado la rivera.
Momentos después, cuando llamó a la puerta, el padre Waldron salió a recibirlo con su prístino alzacuellos.
―Oi! —saludó él.
―Maidin mhaith —saludó el sacerdote, el último de los Waldron, invitándolo a pasar—. ¿Gusta una taza de té, Sir Roy? Permítame decirle que sabe inusualmente bueno el día de hoy.