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Las razones por las que alguien decide hacerse escritor son misteriosas. Es cierto que algunos autores comparten historias de vida similares, como sus orígenes, posibilidades económicas o la esfera cultural de la que provienen, y que a partir de eso se ha tratado de explicar su decisión. También sabemos que unos inspiraron a otros, y que las obras de los consolidados fueron el faro de los principiantes, pero eso no alcanza para responder la incógnita: ¿por qué alguien decide ser escritor? Y a decir verdad, no creo que podamos saberlo nunca.
Quienes ejercen el oficio lo padecen y lo sufren casi tanto como se enorgullecen de practicarlo. Es decir: que no conozco a ningún escritor que sea feliz y esté satisfecho con lo que hace. Tal vez no conozco a los suficientes, es verdad, y por eso lo digo. Sin embargo, creo que el que realmente lo sea (seguro que debe haber alguno por ahí) debe ser un caso excepcional. Si esta fuera la condición natural del escritor, seguramente caería en la autocomplacencia, lo que aumentaría el riesgo de banalizar su ejercicio intelectual. Porque, ¿qué persona feliz y sensata decidiría por voluntad propia cuestionar su felicidad?
Recuerdo que en Archer, una serie animada de espías para adultos, el protagonista le dice a su compañera Lana algo más o menos así: la introspección es enemiga de la felicidad, todo mundo sabe que no deberías hacerla. Pues bien, el escritor no puede prescindir de esa mirada al interior de sí mismo, primero, y luego al de los demás, porque esa es la materia de su estudio. Si no alcanza a mirar profundo corre el riesgo de que tanto los planteamientos de sus relatos, así como sus personajes, sean un esbozo mal trazado en el papel. Visto así, el escritor estaría condenado a vivir insatisfecho, y esto suele ser, en buena medida, el combustible que alimenta a la maquinaria de su arte.
Entonces, ¿necesitas ser faquir para tener vocación de escritor? Tal vez mi primera respuesta sería que sí, aunque luego tendría que hacer una confesión: no estoy seguro de que exista como tal una vocación por escribir, sino más bien una propensión. Alguien puede ser propenso a escribir cuando necesita expresar algo que de otro modo sería menos eficaz. Pero esto todavía no es el oficio. Hacerlo un hábito, sí. Habituarse a escribir hace al escritor, pero esto tampoco lo hace aún un autor. Hay trabajos y oficios que requieren que escribas habitualmente, pero ese no es el tipo de escritor al que me refiero. Para eso tenemos que ver al autor como un inventor, o como alguien que hace algo a su manera. Así es como comenzamos a reconocerlo.
La simple determinación de hacer las cosas de una manera propia acarrea inmediatamente el rechazo de los otros. Lo diferente siempre le ha causado desconfianza a las personas, que suelen percibirlo como una amenaza. ¿Qué ejemplo más claro para ilustrarlo que los discursos supremacistas, xenófobos y nacionalistas de los políticos más radicalizados de nuestros días?
En resumen: la determinación de hacer algo diferente ya causa desconfianza, y un autor, si quiere hacer una obra propia, no puede comenzar a crearla de otro modo. Podría decirse que este es el principio del displacer.
¿Por qué, si nos consideramos personas racionales y sensatas, insistimos en ejercer el oficio de escritor? ¿Por qué nos aferramos a él con tanta necedad? Quizás sea por el placer que nos provoca erigir un mundo inventado por nosotros mismos: allí el autor es un ser superior con el poder de dirigir las voluntades de sus creaturas. Nadie hace nada en el relato sin que el autor lo permita; eso otorga, sin lugar a dudas, una sensación de control total sobre el destino de los otros. Visto así, parece tentador sentarse a escribir. Bastaría con meditar un rato en las cosas que cambiaríamos en nuestro mundo para trasladarlo al texto y hacer que pase. Pero notaríamos inmediatamente la resistencia de los personajes, que al igual que con las personas, tienen su propia voluntad. No es que el personaje decida actuar por sí mismo en el texto, sino que, si somos honestos, descubriremos que nadie, ni siquiera un personaje de ficción, es tal y como queremos que sea. Si nos empeñamos en forzarlos a hacer exactamente lo que queremos, terminaremos por caricaturizarlos.
Así que el poder que tiene un autor es limitado, y el control que puede ejercer, ilusorio. No debemos controlar a los personajes, sino a la narración. Es decir: conducirla con pericia por los cauces por los que se abra paso. Es curioso ver cómo el desarrollo de un personaje, o incluso su propia conformación, puede cambiar si anotamos que hace un gesto repentino, o si tiene un pensamiento fortuito que no habíamos contemplado durante su construcción. Y si seguimos ese camino es probable que lleguemos a descubrir una verdad oculta. Ya lo dijo Kafka: la literatura siempre es una expedición hacia la verdad. No puede ser de otra forma. Si queremos revelarla, debemos permitir que el personaje se desarrolle plenamente y haga lo que tenga que hacer, incluso si esto se contrapone a lo que esperábamos de él.
Otra razón para sentirse insatisfecho.
He querido comenzar reflexionando otra vez sobre la escritura y los procesos creativos porque, durante el ejercicio de corrección, hay autores que no se toman bien que les señale los problemas de construcción o argumentativos que encuentro en sus textos. En el mejor de los casos, consideran que, o estoy atentando contra su obra, o que no he entendido sus intenciones, o que quiero que su relato sea como los que me gustan. Y en el peor: que estoy atacándolos directamente a ellos.
Como editor estoy siempre abierto a discutir las correcciones que propongo realizar porque nadie conoce mejor el relato que su propio autor. Solo ellos saben lo que imaginaron y lo que trataron de decir. Yo, por mi parte, me dedico a descifrarlo para evaluar lo que realmente está dicho en la construcción textual. Debo insistir en que la intención y el resultado no siempre están empatados, y que el problema casi siempre está en las formas; pero también es cierto que a veces la primera es contraria a la segunda, y muchas veces el autor no se da cuenta de ello porque está tan concentrado en el desarrollo que omite estas particularidades. Asimismo, hay que mostrarle que decir y sugerir son dos cosas distintas que no deben confundirse al momento de relatar un cuento. ¿Dónde y cuándo es mejor una que otra? Bueno, eso depende exclusivamente del tipo de cuento que haya escrito, su tono y forma, el desarrollo o necesidades narrativas. Si el editor señala que algo no está funcionando en el texto, el autor debería atender su llamado con criterio y no ponerse a pontificar sobre su intención. O sea: si hay algo que al editor no le está quedado claro, ¿qué le hace creer al autor que un lector no especializado sí podría entenderlo?
Si algo falla entre lo que dice el texto publicado y lo que el lector entiende, la responsabilidad recae principalmente en el editor. De ese tamaño es el reto. Pero la carga es compartida: si el escritor se opone a considerar lo que el editor le pide que corrija, y se empeña en mantener intacto su texto por una absurda idea, entonces le convendría más publicar por su cuenta; o mejor aún: no publicar.
Me voy a detener en este planteamiento porque abre varios caminos que desembocan en el mismo lecho, y que bien vale la pena explorar, aunque sea brevemente. Lo primero es sobre lo que considero como una idea absurda del autor, y es que su texto está perfectamente bien escrito. Es decir: que no contiene erratas o accidentes, o que solo cometió algún error gramatical. Si el escritor lo cree firmemente, ¿para qué buscó a un editor? Y si participó en la convocatoria de una revista literaria y no quiere que su texto sea intervenido por nadie, ¿para que aferrarse a publicar ahí? Lo que le conviene es lanzarse solo a la aventura y probar suerte por sí mismo. Si desea hacerlo en papel, siempre encontrará una imprenta que pueda hacerle este trabajo. Y si va hacerlo en la virtualidad, existen muchas plataformas gratuitas con las que incluso podrá ganar dinero. Con eso se evita el «pobre» criterio del editor.
La contraparte es: si el editor considera que su trabajo solo consiste en arreglar comas y acentos, así como los evidentes errores ortográficos, su labor no tiene sentido. Esto es algo que prácticamente cualquiera con una noción decente del uso de la lengua puede hacerlo: un amigo de la escuela, un colega, otro escritor. No, el editor tiene otra tarea más compleja e importante que realizar, como lo señala Alberto Manguel, escritor y editor argentino que ha vivido rodeado siempre de libros y comprende su valor: «[los libros] sirven para dar a sus lectores palabras para nombrar su propia experiencia y, en el mejor de los casos, iluminarlos y consolarlos». Eso es lo trascendental del editor: elegir, cuidar y darle forma la obra que va a ofrecerle al lector. El libro (y me atrevo a incluir también a las revistas literarias) no puede ser un mero objeto de venta y consumo, y el editor no debe ser un simple productor. Diseñar y compartir un objeto literario, sea libro o revista, no es solo un trabajo que hay que desempeñar: es, ante todo, una labor humanista, dice Manguel, que remata: «Quien no toma esto en cuenta no debería ocuparse de [los] libros».
¿Y cuál es el lecho, pues, en el que desembocan estas actitudes? ¿Acaso los escritores no deben cuidar su obra de alguien que no es capaz de entenderla? ¿Los editores no deberían rechazar inmediatamente a los autores que se nieguen a considerar sus comentarios? Bueno, sí, y no.
Es comprensible que los autores se pongan protectores con sus textos, como un padre asustadizo que trata de evitarle la mayor cantidad de riesgos a su pequeño vástago, o como un amante celoso que desconfía de la amabilidad de las otras personas para con su pareja. No son ejemplos elegidos al azar, ni mucho menos exagerados. A veces los autores suelen ser tan sobreprotectores o desconfiados como aquellos, e incluso llegan a vilipendiar al que los corrige haciendo del trabajo un pleito personal, lo que demuestra que no están listos para publicar. Asimismo, si el editor no se especializa como lector; si no es capaz de leer un texto con mirada crítica; si no puede desenredar los nudos y evitar los tropiezos de su autor, entonces tampoco debería dedicarse a publicar. Para hacerlo sin criterios ni filtros ya existen Amazon y otras plataformas en la internet.
Si no hay la certeza de que se puede entablar un diálogo entre escritor y editor para resolver una diferencia, entonces lo que está fallando es la profesionalización en sus disciplinas. El escritor debe entender que el editor no es un obstáculo que deba sortear ni un contrincante a vencer; y el editor debe bajar al escritor, sea quien sea, del pedestal en el que lo puso, desprenderse de la idea de que es incapaz cometer un error, o que es mejor no criticarlo para que no se ofenda. Ambos tendrían que respetar el oficio del otro y dar por entendido que si trabajamos conjuntamente podemos lograr algo increíble; que nuestra mancuerna es la que crea la magia. No hay ningún buen escritor que haya podido destacar sin un buen editor. Y a la inversa: no hay ningún buen editor que no haya intervenido el trabajo de sus autores, por buenos que fueran. Y la cosa mejora: también hay buenos editores que han descubierto a buenos autores, así como hay buenos autores que reconocen el trabajo de los buenos editores y por eso los buscan para publicar con ellos y no en cualquier lugar.
Esto no quiere decir que al entenderlo, la relación autor-escritor ya va transcurrir en paz y armonía. De hecho, el proceso de edición siempre va a plantear discusiones, e incluso pueden ser acaloradas. Lo que digo es que discutir no es pelear (entendido como agarrarse a pedradas), y por acalorado no me refiero a insultarse uno al otro. Una discusión es, por el contrario, una confrontación racional sobre algo en particular. Es decir: que para discutir hay que argumentar. Y esto puede hacerse con vehemencia, claro, sobre todo cuando estás seguro de algo. Pero no debe pasar de ahí. También hay que entender que los editores no pueden ayudar a todos los autores, ni que todos los autores desean tener un editor.
He dicho antes que dudo de que exista una vocación para escribir, y que se trata, más bien de una propensión. La distinción es válida aunque los términos se emparenten: ambos son una inclinación por algo. ¿Y para qué hacerla si, a final de cuentas, pueden usarse indistintamente? La respuesta es que, aunque se asemejen, hay una diferencia fundamental.
La vocación tiene un componente espiritual que la propensión no. Así, la vocación podría entenderse como un llamado divino que nadie más puede oír, y para acallarlo, el «elegido» debe atenderlo. Es por eso que una persona que tiene vocación para ayudar a otros puede convertirse en un paramédico o en una buena enfermera, por ejemplo. Estas dos disciplinas no se eligen por capricho o pasatiempo, ya que quien quiera ejercerlas con diligencia debería estar seguro de querer hacerlo, o de lo contrario terminará por no soportarlo. Lo mismo pasa con el editor: si no oye ese llamado (si no disfruta y se divierte revisando, corrigiendo y planificando la publicación), o si lo hace como un medio o trabajo para enriquecerse, no debería dedicarse a esto.
Además, está demostrado que los editores (los que son realmente editores) nunca se enriquecen con lo que hacen. A lo mucho, sobreviven. Si editar libros y revistas literarias fuera un negocio lucrativo, hace rato que se habría convertido en una opción sencilla para ganarse la vida. O bien, habría una cantidad ingente de editoriales prósperas capaces de publicar y distribuir sus materiales sin poner en riesgo su propia existencia.