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GISELA VANESA MANCUSO
La mesa de fórmica blanca, redonda, con arabescos grises apenas perceptibles por si acaso los descubría entrecerrando los ojos y frunciendo el entrecejo, como los descubro yo ahora, que estoy miope, apenas al abrir tu puerta. ¿O es que en verdad no los veo y opera la reminiscencia del dibujo ya impregnado en mi mente?
Arabescos, abismos, espirales en tercera dimensión. ¿Dónde estarás pronto vos, vieja mía? ¿Te hallaré forzando la memoria entre recuerdos de recetas viejas? ¿Dónde tendré que buscarte?; ¿dónde nos encontraremos? ¿Será en el último extremo de la misma espiral? Creo que yo ya estoy dando otros giros, y aunque en tantas cosas pretendí imitarte, desde que perdí el contacto con tus tareas domésticas aprendí a armar mis propios postres. Mis moldes son otros, vieja, aunque todavía le estoy pasando lana de acero a algunas ollas quemadas, internalizaciones de tu figura que a veces ocultan mi esencia.
Me da pena, se me duerme el corazón y no lo siento; es como si no bombeara; como si de pronto estuviera acalambrado, y entonces yo me pongo fría y omnipotente porque, reculando en tu historia con los lentes de mi filosofía, me convenzo de que tuviste una vida tan, pero tan mierda, que tus recetas fueron la manera de reproducirla. El mondongo al viejo de mierda del abuelo; las milanesas con fritas, al viejo de mierda de tu marido; el bizcochuelo y el cafecito con leche, a tu hijo de cincuenta y cinco. ¡Ay, abuela, si me hubieras escuchado! ¡Si hubieras tenido el coraje de mandarlos a todos a hacer sus putas vidas!
En fin, arabescos y espirales en la mesa blanca. Cada uno corre derecho y pega la vuelta en la esquina que elige. Pero nunca del todo blanca cuando extendías en ella el matambre, y a un costado, en la tabla de madera, picabas ajo y perejil mientras hervían los huevos y las zanahorias. Y al otro costado, el rallador, y un cuarto de horma de queso sardo que yo misma te había comprado en la fábrica de mozzarella, a la vuelta de casa. La fábrica que embriagaba las calles con su olor a podrido y que, entre esa y la que procesaba la lana, nos tenían a todos con ataques de asma y de alergias. Y era yo, abuela, aunque vivías abajo, la que veía a mi vieja ahogarse, la que escuchaba ese ronquido permanente de sus bronquios y su respiración entrecortada. Era yo la que, sin preguntar nada, corría por la casa buscando aspirinas y remedios bajo la creencia de que mi vieja se moría. ¡Qué bolitas y pelusas de los árboles de paraíso, vieja! Estábamos rodeadas de humos, de olores a tela quemada y a queso en putrefacción.
¿Y cuántos australes me dabas para pagarle el sardo al gallego? Los justitos, turra, y ni un centavo más con qué comprarme un chupetín.
Y de aquel lado, del queso todavía sin rallar, sentada con los pies sobre la silla, estaba yo, expectante de que me dieras un bendito pedazo antes de recordarte que ese era el precio mínimo de mi servicio de cadete. Y era poco, abuela, porque no había podido quedarme, y solo por respeto a los vendedores de queso, con la nariz tapada al llegar al mostrador de la fábrica, lleno de hormas de gruyere y roquefort, mozzarellas y quesos mar del plata. ¡Y la baranda a podrido que salía del fondo, detrás de las cintas de plástico que oficiaban de cortina y ocultaban a los productores de queso! Ni te cuento, vieja, las ganas de vomitar que me dieron. Ni te cuento que ahora que miro las películas de los nazis, y aunque la pantalla de la televisión no me transmite ningún olor, te digo que se me ocurre taparme la cara con la frazada en algunas escenas porque asocio ese olor a podrido que aspiraban los que, de momento, se salvaban en los campos, y que provenía de esas chimeneas de esos hornos de cocción.
Vivíamos en un barrio lleno de olores y yo fui tu chica de los mandados, ¿verdad, abuela? Y qué me dabas, ¿un pedazo de queso? Bueno, también me dabas el privilegio de que yo, sentada a tu lado donde el trozo de queso aún estaba entero, mirara cómo echabas todos los ingredientes a la carne estirada, al matambre finito, para luego enrollarlo de a poco, como si fuera un pionono1 apretando en cada doblez y devolviendo para adentro los jirones de queso y el huevo picado que se escapaban por los extremos. Enrollabas con fuerza, y yo recuerdo que te pedía un mate para «cuando termines el matambre, abuela», y vos me decías que los chicos no toman mate sino hasta que lo hayan tomado los grandes, y que ni siquiera vos te habías podido tomar uno. Y a mí eso qué me importaba, si total me gustan lavados y no estrenaste siquiera la yerba; además, tú para qué lo ibas a preparar, abuela, si nunca tomabas uno sino hasta que alguien viniera. ¿Y yo qué era, abuela? ¿Quién era si no, al menos, alguien? ¿Acaso me veías, o yo era solo una especie de arabesco imperceptible, alguien que te hacía sombra mientras cocinabas? ¿Y por qué no me abrazaste nunca, abuela? ¿Por qué tampoco nunca me preguntaste, mientras hacías el matambre, cómo me había ido en el colegio, si había aprendido las letras? Porque no sabías, abuela, que yo no estaba dibujada. No sabías porque en tus tiempos, en tu cultura, que una nieta quisiera estar con su abuela todo el día era simplemente eso. Pero qué iba a explicarte entonces si yo lloraba por dentro, abu, y lo proyectaba en mis historias. Como vos sublimabas, quizás, tus carencias en tu cocina, ¡y con qué energía! Tu matambre estirado era como el lienzo de una pintora, como la hoja en blanco para una escritora, salvando las distancias, claro, porque todo lo que vos hiciste desapareció, pero yo lo revivo para que también se conozca tu manera de cambiar al mundo.
Ya casi terminada tu obra, y una vez que el matambre era un rollo regordete, agarrabas la bobina del hilo y lo rodeabas de un extremo al otro, lo amasijabas allí, y al final le hacías un nudo antes de hundirlo en la olla grande, donde el agua bullía con las ramas de apio que se elevaban y se perdían en la profundidad.
Luego, la mesa de fórmica blanca quedaba salpicada con los ripios de tu preparación: un sarpullido de partículas de yemas de huevo, perejil y ajo picados, y daditos de zanahoria. Entonces le pasabas el trapo rejilla, te lavabas con detergente las manos engrasadas, y te secabas en tu batón con florcitas amarillas. ¡Mirá que la grasa hubiera delatado tus años! Y sin embargo, en esos tiempos, cuando me sentaba a tu lado y los pies todavía no me llegaban al piso, tus manos aún eran lisas. Y así, ya limpia, decías ahora sí, tres horitas de cocción y no sabés el caldo que queda, y cebabas el primer mate. Y yo te miraba mientras succionabas la bombilla igual que contemplaba las casas de muñecas de mis amigas del colegio: con la boca entreabierta y el deseo de tener mi propia casita. Te observaba a vos, que eras mi abuela del alma, la viejita que todavía conservaba la cara lisa, salivando por el olor que salía de tu olla, sin saber quién de las dos llegaría antes al final de la espiral, abuela, del arabesco apenas perceptible de nuestras vidas. Al final, quizás, de la discusión sobre quién se quedaría con esa mesa redonda, que en mis recuerdos de infancia la rememoro blanca solo hasta que le echabas encima un kilo de harina y hacías un redondel para echarle, ¿huevos?, ¿papas?, para preparar ñoquis. En ese tiempo, abuela, que te miraba sin pestañear y me decía que quería ser como vos en algunas cosas, no tenías arrugas. No tenías, como ahora, un ojo a medio abrir a causa de las cataratas y la culebrilla; tampoco tenías diabetes ni sarpullido en las piernas. Caminabas de un lado a otro sin descanso. Y fregabas la ropa en la tabla. Y me llevabas a hacer los mandados con el changuito2, y yo no reparaba en la posibilidad remota de tu muerte. Ni siquiera veía la posibilidad de que la mesa redonda de fórmica fuera totalmente blanca. Y te cansabas de esperar a ese alguien para no tomar el mate sola, y creo que yo te daba tanta lástima que por eso le ponías dos cucharadas colmadas de azúcar para convidarme. Y yo chupaba el extremo de la bombilla y dejaba burbujeando allí mi saliva, y vos te enojabas y me decías: ¿ves? Si le tuviera que dar un mate a otra persona me daría una vergüenza… Luego la limpiabas, primero con el índice y el pulgar en pinza, y después con el repasador, y te tomabas otro, pero ahora con desconfianza, con cierta cara de asco, como si fuera el primer mate, amargo y frío. No sabés lo que se siente semejante desplante. ¿Decepción? No. Eran ganas de levantarme e irme, pero ¿a dónde, abu?
Y sí, después me iba a jugar un rato en tu patio, y vos, desde la cocina, al fondo, me gritabas que tuviera cuidado con las azaleas, que están florecidas; cuidado con el malvón y los helechos. Creo que deseabas tanto que tu nieta fuera varón (para prolongar el apellido del hombre que te exigía platos candentes cada mediodía) que incluso tus advertencias no eran adecuadas para mí, porque yo, abuela, no jugaba a la pelota en tu patio. Nunca hubo ningún riesgo para tus plantas. Yo simplemente jugaba a ser amante. O jugaba a ser la novia oficial de un señor más bueno que tu marido (y más joven, por supuesto), y me pintaba los labios con un rush colorado que le había robado a mi mamá para darle besos en la boca a mi novio imaginario. Y eran besos con lengua, abuela. Le metía la lengua bien adentro, le escarbaba, le rozaba los dientes y jugaba con la otra lengua, que era más gorda que la mía. La de mi novio, abuela; claro, la de mi novio. Y como tenía tanto amor para dar, le daba besos a las paredes de tu patio, aunque sabía que podías abandonar la inspección de tu matambre en cualquier momento. Sí, abuela, en las paredes de tu patio estaba la lengua de mi amante. Le daba chupones que ni te cuento. Y le hablaba, le decía cosas lindas o me peleaba, pero finalmente terminaba diciéndole te amo a tu pared. La acariciaba, la llenaba de mimos. Y fue solo por eso, y no porque las construcciones de antes eran mejores, que tus paredes no se agrietaron con el paso de los años, sino hasta que dejé de besarlas, por supuesto. No podía besarlas toda la vida, abuela, ya que se me fueron presentando oportunidades reales, con labios carnosos, tibios; lenguas de verdad, abuela. ¡No podía hacerme cargo de tu pared toda la vida!
Después venían, eso sí, las consecuencias; pero mientras estaba besando a la pared como yo lo hacía, apoyando los labios, que al principio, pero solo al principio, porque después me despachaba, me olvidaba de todo, abuela, hasta del rechazo que sentía por la aspereza de la pintura chatarra. Y cuando digo de todo, era de todo. Yo estaba necesitada de amor y lo daba. Yo quería que me dieras un mate sin tantas vueltas, o que mi mamá me peinara sin lastimarme, o que el vecinito de once me diera un beso como Dios manda en lugar de seducirme cuando me veía haciendo las compras con papá. No aprovechaba, el boludo, cuando jugábamos solos a las escondidas sobre Quevedo para decir piedra libre, y cuando yo saliera vencida de mi escondite (casi siempre detrás de un árbol), estamparme contra la pared de su casa. Porque, aunque en las paredes de tu patio no había nada estampado, yo sabía que un cuerpo podía apoyarse ahí, en esa o en otra, pegando la espalda para que entre la pared y mi boca se interpusiera otra boca, pero una de verdad, abu. La boca del vecino, que no entraba a casa, y que era un boludo porque en la calle Quevedo había un montón de paredes y él solo las usaba para apoyarse a contar hasta quince, tapándose con el brazo aunque me espiaba mientras yo corría buscando un árbol gordo, o un auto estacionado, o una puerta con umbrales largos.
Me hubiera gustado confesarte en aquel momento que por eso yo tomaba revancha con la pared amarilla de tu patio, y que mientras yo amaba, aleteaban sobre tus azaleas y malvones abejas gordas que libaban las flores, y mariposas anaranjadas que festejaban mis besos.
Yo besaba la pared con amor, abuela, y no pensaba si el rush era rojo y la manchaba; porque yo estaba amando y ninguna consecuencia desagradable podía sobrevenir al amor, ¿no? Pero cuando reaccionaba, cuando de pronto otra vez con tu grito me llamabas y me decías: vení, ¿querés una taza de caldo? ¡Te va a encantar!, vos me quitabas la concentración, y mi mundo y mi novio desaparecían. Solo quedaban las huellas de los besos incrustadas en la pared; besos sin formato, abuela (ya te dije que no eran simples picos, no; eran sellos de mi boca en trompa). Tomaba entonces conciencia de que me podías retar si acaso veías que, justo al lado de la azalea rosa, en la pared aledaña a la puerta de entrada de tu casa, había varias manchas rojas de mis besos colorados diseminados por la pared amarilla (a la altura de un metro y diez centímetros, la medida justa de mis pies a la boca). Y te decía ¡ya voy!, y corría de un lado a otro, con el corazón acelerado pensando cómo borrar las marcas de esa pasión desenfrenada. Abría un poco la puerta, espiaba, y cuando te ponías de espaldas, entraba, doblaba a la izquierda para ir derechito a tu baño y te decía que iba a hacer pis. Allí me subía al bidé para verme en el espejo del botiquín la cara manchada de labial, mi boquita que venía de una batalla de cariño. Me lavaba con agua y jabón, agarraba una tira gigante de papel higiénico, lo humedecía y lo pasaba también por el jabón, y volvía al patio para limpiar mis besos de la pared. A borrar lo que para vos hubiera sido una cagada.
Quedaban rastros, sí; no lograba borrarlo todo. Pero cuando lo viste no supiste a qué atribuirlo, y cuando me preguntaste yo te dije que no sabía nada porque yo no le cuento a nadie con quién ando en mi imaginación. Me habría dado mucha vergüenza, abuela, que supieras que yo le daba los besos a la pared que vos no le dabas al abuelo; los besos que el tío no le daba a la tía. Los besos que, al menos delante de mí, papá jamás le dio a mi mamá. Le dio otras cosas, le dejó otras marcas. Mamá también fue para papá una especie de pared; pero ahora sé que tú te hacías la que no sabías nada; lo sé y lo asumo porque crecí y no me hago la boluda. Vos escuchabas y sabías todo, abuela, porque vivíamos en el piso de arriba, y porque en momentos de riñas fuertes yo golpeaba tu puerta y te decía llorando: «abuela, quiero estar con vos». ¡Que si lo sabré, abuela!; vos pensás que los psicólogos solo son para los locos y no para los que comprenden que lo que les sucede alrededor los afecta, que no es normal, no es saludable, que vivir así no es vida. Ya en tu casa me servías un poco de caldo, y yo lo soplaba para formar onditas, y entonces sorbía haciendo ruido y te decía qué rico está, qué rico, qué salado. Pero no quiero matambre. Y vos me decías que no, que el matambre era para el tío, para la noche, y que de todas formas había que esperar a que se enfriara para cortarlo porque si lo cortabas en caliente se deshacía todo.
Igual siempre nos convidabas algo, abuela. Le dabas a mamá una cacerola amarilla con caldo con el que, a la noche, me hacía sopa de municiones o cabello de ángel. Le dabas el mismo jarro que hoy ocupa un pedacito de la mesa redonda, ahora casi enteramente blanca, y donde ponés los dos litros de agua mineral que te prescribió el médico, y que vas tomando de a sorbitos, con esfuerzo, porque te cuesta tragarla, mientras mirás los programas de chimentos.
Y ahora, que son recién las nueve de la noche, te llamo desde otra casa para decirte feliz cumpleaños. Me atendés con voz adormilada y me cambiás el nombre. Me decís Liliana, y yo no te rectifico. Te veo desde acá igual que huelo los olores de las películas, y te imagino con la cara arrugada, los ojos entrecerrados, cabeceando en tu reposera, todavía con medio litro de agua en el cacharro. Y me decís que gracias, que pensar que vas a tener que hacer esto toda la vida, que no hay remedio; si no, se te joden más los riñones. Y yo te digo que de nada, y ahora sí, también ocultándome tras el teléfono, lloro por la proximidad de tu caída y pienso que ese abismo en el que estamos ya no debe causarte vértigo porque hablas del futuro y de toda la vida, pero te percibo cada vez más cerca de dejar ahora sí definitivamente blanca la mesa redonda de fórmica donde estirabas el matambre mientras yo te pedía un mate, un rato antes de que me encontrara con la pared de tu patio. Percibo que estás dándole la última vuelta a la espiral, al arabesco imperceptible, pero que avanza, abu, sin que lo podamos detener.
«Andá a descansar, abu, que estás dormida». «Sí, Liliana, gracias por llamar».
1 Dulce pequeño hecho con un bizcocho borracho, enrollado sobre sí y coronado con crema tostada (N. del E.)
2 Carrito que se lleva para cargar las compras.