Apoya a Cuentística
Esta tensión que me ha quitado la tranquilidad se debe a que la corriente de lo cotidiano está fluyendo.
Doris Lessing, El cuaderno dorado
Busco soles negros. Esa fue la frase que se me quedó rondando la cabeza cuando desperté, apartada apenas por unos centímetros de Ricardo, de su aliento caliente y húmedo. Antes de desasirme de su abrazo inconsciente quise contemplarlo. Creo que todavía lo encontraba guapo, pese al tiempo que llevamos juntos. La edad le había ayudado, con sus canas ya abundantes y la piel que se le había pegado a los pómulos. Cuando lo conocí, hace ya unos diecisiete años, era más bien rollizo y me parece que menos alto. Definitivamente, éramos otras personas. Él tan impaciente, y yo tan desorientada. Me zafé de su brazo, me senté en la orilla de la cama y salí descalza de nuestra habitación haciendo el menor ruido posible.
Busco soles negros, repetí en mi mente mientras bajaba a hacer el desayuno. No era la primera vez que despertaba con alguna idea que se había trasladado de los sueños a la realidad, pero nunca se había manifestado en una frase tan clara. A veces se trataba de imágenes: el marco de una ventana sin cristales al fondo de una habitación vacía, trozos de hielo flotando en la superficie agitada de un mar helado y oscuro. Otras veces, la mayoría, me quedaban solo sensaciones, como la del sutil momento de la infancia en que jugar a ahogarse con una bolsa de plástico empezaba a sentirse peligroso, o la del cansancio de los miembros del cuerpo después de nadar por un prolongado tiempo. Usualmente, la manifestación se me impregnaba de una forma intensa por un par de minutos, y tenía que pegarme a Ricardo en la cama para recuperar el calor del cuerpo. Casi siempre, al bajar a la cocina, me decía que pensaría en ello más tarde, pero entre hacer el desayuno, subir a despertar y cambiar a los niños, dejarle la camisa lista a Ricardo, supervisar que aquellos se comieran todo, despertarlo a él, arreglar las mochilas… la sensación simplemente desaparecía y no se expresaba sino hasta la mañana siguiente, cuando volvía a despertar del sueño rutinario y apacible.
Esta vez, sin embargo, no pude dejar de pensar en el significado de aquellas palabras. Había algo en ellas que me resultaba muy familiar, aunque incomprensible. La impresión que me dejaron se me figuró a la de un juego que empecé en la infancia, pero que se volvió más frecuente en mi adolescencia: cada vez que conocía a alguien y lo trataba por cierto tiempo, me concentraba en determinar el momento en que se volvería predecible, y ya no tuviera nada nuevo que pudiera sorprenderme; entonces yo podría adelantarme a imaginar sus reacciones antes de que las ejecutara. Con mi papá me pasó cuando cumplí quince años; con mi mejor amiga de esa época ubiqué el momento a los seis meses de salir juntas, y con mi mamá nunca pude lograrlo. Usualmente tardaba un mes en desentrañar a las personas y eso hacía que me alejara rápido de ellas.
La única excepción fue Ricardo, a quien identifiqué apenas a las dos semanas de conocerlo. Recuerdo que supe exactamente cuándo iba a darme nuestro primer beso o la manera en que me pediría que fuera su novia. Poco después le conté de mi juego y lo fácil que me había resultado con él. Entonces se ofendió, como yo supuse, pero luego de exculparse me preguntó para qué lo hacía. Su cuestionamiento me hizo sentir vergüenza y no supe qué contestar; estaba tan acostumbrada a clasificar así a la gente que olvidé qué ganaba yo en ello o cómo había comenzado a hacerlo. Le pregunté a Ricardo qué opinaba él y me dijo que debía ser la manera en que yo buscaba sentirme segura, con certezas sobre las personas. Su respuesta no me convenció, pero es la misma que me repetí las veces que volví a pensar en el asunto. Lo cierto es que ahora volvía a sentir esa incomprensión de algo cotidiano que, al mismo tiempo, intuía que era fundamental. Algo insistente, incontrolable.
–¡Mamá, mamá! –me gritó uno de los niños, el más grande–, ¡esa ropa no!
–¿Qué cosa? –respondí, parpadeando rápidamente mientras le abotonaba la camisa.
–Mamá, es viernes, me toca deportes –añadió, exagerando una mueca.
–¡Mami tonta! –dijo el otro, el chico, con una sonrisa artificial.
–Ya te dije que no me digas así –regañé al chico–. Y tú, ¿por qué no me dijiste que te tocaba deportes? –espeté soltando al grande de la camisa.
–Te estoy diciendo –suspiró.
Mientras los llevaba a la escuela traté de imaginar qué habría hecho mi mamá si la hubiera llamado tonta cuando yo era niña. Me respondí automáticamente que me habría dado una cachetada, pero al reflexionarlo mejor me pregunté si en realidad le habría importado. Quizá se habría encerrado en su cuarto, como siempre lo hacía. De cualquier modo, yo no era así, sino más bien callada, o de esa forma me recordaba. Por eso no entendía cómo los niños habían salido tan enérgicos. Bueno, sí: era la herencia de Ricardo. Cuando el más grande bajó de la camioneta y volteó para despedirse con la mano pude ver la misma sonrisa ingenua de mi esposo. Le devolví el gesto y arranqué de nuevo para llevar al chico al kínder. Él, en cambio, sonreía de un modo diferente, casi como idiota, y eso a mí me asustaba. Sin embargo, no podía parar de mirarlo por el retrovisor. Su cara ancha, sus ojos algo separados. También se parecía a Ricardo, pero con una especie de malicia en la mirada que no tenía su papá. Ya afuera de su escuela, lo ayudé a bajar y lo vi correr hacia la entrada sin detenerse a verme.
Bueno, al fin puedo concentrarme en mi sueño, pensé mientras manejaba de regreso a casa, pero pronto tuve que desprender mi atención para planificar todo lo necesario para la reunión de esa noche. Ricardo había recibido una promoción en su trabajo, y me había encargado que preparara una cena para su jefe, un par de compañeros de la oficina y sus esposas. Al avanzar por la vía me pregunté si para ellos yo también sería solo la esposa de Ricardo. Recordé entonces que mucho antes de pensar en tener a los niños yo dejé la universidad a petición de mi esposo, que me convenció de que no necesitaba llevar una vida preocupada por el trabajo, prometiendo que él siempre proveería. Y en verdad así lo había hecho, pero no podía quitarme la idea de que, en otras circunstancias, yo habría sido para sus colegas la diseñadora, o quizás la arquitecta, y no solo su esposa.
Pese a ese torbellino de pensamientos, la frase de la mañana no abandonó mi cabeza, por lo que intenté relacionarla con alguna imagen que hubiese tenido en el sueño. Poco a poco se fue dibujando en mi mente una especie de carretera brumosa rodeada por kilómetros de un paraje seco, como el de un llano quemado. Creía haberla visto antes, pero no lograba recordar dónde, o si se trataba también del paisaje de algún otro sueño. Pero no pude resolverlo, pues me detuve a mitad de camino para comprar las botellas de vino, un postre, un mantel nuevo para la mesa, y algunos artículos cotidianos, como mis pastillas. y los pañales de noche para el niño chico. Menos mal que le había pagado a una prima de Ricardo para que preparara la lasaña que cenaríamos y nos la llevara a la casa.
Apenas llegué y me puse a limpiar el comedor, asegurándome de quitar todos los juguetes desperdigados por el piso. Pasé rápido a la cocina a morder una manzana y aproveché para limpiar ese lugar. Estaba terminando de arreglar el baño de visitas cuando recibí un mensaje de la prima de Ricardo avisándome que no podría llevar la cena hasta la casa. No me sorprendió nada, pero sí me irrité conmigo misma por no prepararme para algo que ya sabía. Tomé de nuevo las llaves de la camioneta y salí volando para su departamento, que no quedaba tan lejos pero sí en dirección opuesta de las escuelas de los niños. Durante el trayecto intenté sobreponer la imagen del camino de mi sueño con la que estaba viendo, llena de edificios, señalamientos y cables. Entre más me esforzaba, más me parecía que la realidad era un paisaje repetitivo e intolerable, mientras que el paraje infértil de mi mente se me antojaba deseable, único.
Entonces logré recordar dónde había visto ese espacio antes. Se trataba de una carretera por la que había pasado en mi infancia, la vez que mi mamá quiso llevarme con ella poco antes de abandonarnos. Aquella ocasión me despertó más temprano de lo usual, me puso rápidamente un pants mientras yo cabeceaba de sueño, y me subió cargando al coche. Todavía estaba oscuro cuando empezó a manejar. Imagino que debí quedarme dormida hasta que, pasado un tiempo, desperté en el asiento del copiloto sin entender a dónde íbamos. Como no quise preguntarle nada, me quedé mirando alrededor. La neblina nos rodeaba de una manera sutil, dejando ver el camino pero sin develar nada más. En ese momento el paisaje me pareció muy bonito, como si estuviéramos navegando entre las nubes. Recuerdo la sensación de los primeros rayos del sol calentándome la cara y las manos sin quitarle la frescura a la mañana. Cuando por fin amaneció, mamá dio un volantazo y regresamos a la casa. A los pocos días nos dejó a mi papá y a mí.
–¡Mami, mami, tengo hambre! –gritó el niño chico desde el asiento trasero.
–Ya casi llegamos a la casa –le respondí viéndolo por el retrovisor.
–¡Mami fea! –empezó a repetir–, ¡mami fea!
–¡Ya cállate! –dijo el grande volteando hacia atrás para intentar pegarle al otro.
–¡Cállense los dos! –exclamé dándole un manotazo al grande.
–Pero yo no hice nada –respondió él, encogiéndose en el asiento.
–No le pegues a tu hermano –le reprendí, viendo de nuevo al chico sonreír como bobo, y sintiendo una mezcla de miedo y culpa.
Al regresar a la casa y llevar la lasaña al refrigerador noté que el niño chico la había manoseado para comerse un poco. «¡Niño tonto y horrible!», le grité enfurecida buscándolo por la casa para regañarlo. Al verme empezó a correr, pero no calculó bien sus pasos y se tropezó con uno de los muebles, cayendo sin poner las manos. Cuando lo levanté del brazo le salía un chorro de sangre por la nariz. Con toda la rapidez que pude fui al baño, tomé un pedazo de papel higiénico y se lo puse encima ordenándole que lo apretara. Lo jalé del brazo y nos fuimos casi corriendo a ver al médico que teníamos a unas cuadras. Mientras avanzábamos vi cómo cayeron algunas gotas de sangre en el asfalto trazando un camino viscoso.
Ya en el consultorio, la secretaria nos hizo esperar unos minutos, pues el médico estaba en consulta. Me desesperé, no tanto por el tiempo que estábamos perdiendo, sino porque el niño comenzó a jugar con algunas revistas que estaban en una mesita, manchándolas de sangre. Una vez que pasamos, el doctor actuó con eficacia dándole unos puntos, pero nos entretuvo un rato más dándome un sermón por lo peligroso del accidente. Cuando le pagué y por fin salimos, ignoré a la secretaria, que estaba limpiando las revistas, y seguí jalando al niño del brazo para arrastrarlo a casa. Al volver, Ricardo ya estaba esperándonos.
–¿Qué le pasó al niño? –inquirió.
–¡Mami me tiró! –se adelantó a responder.
–Claro que no. No seas mentiroso –protesté, y devolví la mirada a mi esposo–. Sabes que no le hice nada, ya ves cómo siempre se inventa cosas.
–Da igual, ¿por qué todavía no estás lista? Ya casi llegan todos –me cuestionó, mientras el niño gritaba «¡mami horrible, mami horrible!».
Le pedí a Ricardo que le diera de comer a los niños mientras yo subía a bañarme y arreglarme. Ya en la regadera, y apenas por un instante, deseé poder quedarme así desnuda bajo el agua por horas, pero bastó un parpadeo para seguir con lo mío. Cuando bajé, maquillada y enfundada en un vestido, vi que mi esposo recién preparaba unos sándwiches tan desabridos que me causaron un poco de asco. No pude decirle nada: el timbre sonó y fui a atender la puerta. Poco a poco llegaron los invitados. Estuvimos media hora en la sala, en la que me fui haciendo una idea de sus personalidades. El jefe, narcisista e inseguro; su esposa, una mujer a todas luces neurótica. Vi al infiel, a la mentirosa, al impaciente. Por más que hablaban de sus viajes, su éxito o lo que se habían podido comprar esa quincena, yo no podía evitar ver a un grupo de niños peleándose por la aprobación y el reconocimiento, incluyendo a mi esposo, que no dejaba de alardear por su promoción.
Mi desagrado se acrecentó cuando pasamos al comedor y los vi a todos ingerir la cena. Las bocas engullían sin parar, tiraban trozos de comida al reírse dejando ver los dientes y las lenguas ensalivadas. Quise distraer mi atención pero la mirada de Ricardo me devolvía a la escena; sentí que no podía contrariarlo. De pronto se oyó un ruido en la escalera y, de súbito, entró corriendo el niño chico sin ropa, y el otro persiguiéndolo. Nuestros invitados tuvieron un segundo de desconcierto que se disolvió cuando uno de ellos profirió una carcajada. Los demás lo imitaron al tiempo que veían las carnes del niño, que fue hacia su papá, quien lo sentó en su rodilla. «¡Ese es mi hijo!», exclamó para los demás, sosteniendo al pequeño desnudo.
Mientras me penetraba, ya solos en la recámara, pensé nuevamente en la escena. El chico sonriendo como estúpido, ignorando la ridiculez de su cuerpo. Ricardo utilizando la situación para agradar a su jefe, que solo apretó la sonrisa. Pero sobre todo pensé en el niño grande, que se quedó allí parado, frustrado en sus intenciones de reprender a su hermano. Recuerdo que me miró, y en ese momento supe lo desdichado que iba a ser siempre, pues reconocí en sus ojos una tristeza que me resultaba profundamente familiar. Luego del incidente, la cena continuó animada durante una hora más, hasta que los invitados se fueron yendo, recordando lo gracioso que había sido ver la desnudez del niño. Cuando terminé de lavar los platos, subí exhausta a la habitación, pero reconocí de inmediato las intenciones de Ricardo. Había sido su gran noche, y no se iría a dormir hasta sentir una victoria completa. Lo dejé quitarme la ropa de esa forma agresiva que adoptaba cuando estaba borracho y me acosté con las piernas abiertas. Él me penetró con dificultad, pero efusivamente. No quise ver su cara ancha y preferí cerrar los ojos poniéndome a pensar, esperando a que terminara, lo que sucedió muy rápido. Al poco tiempo se quedó dormido.
Yo intenté retomar, por fin, mis pensamientos sobre la frase del sueño que se me había grabado, y también sobre la imagen que pude asociar a ella, pero el cansancio me venció casi al instante. «Busco soles negros», alcancé a murmurar, casi como una oración, antes de quedarme dormida.
Esa noche volví a soñar el mismo camino con neblina de mi infancia, en medio de la extensión interminable de pasto quemado, solo que esta vez vi todo como el negativo de una fotografía. El pasto había adquirido un tonalidad azul mientras que el camino se veía más bien blanquecino. Al principio los colores se veían pálidos, pero en la medida en que fue amaneciendo, la intensidad del negro de la bruma se apoderó del paisaje hasta que en lo alto se vio un eclipse magnífico, cuya influencia sentí en todo el cuerpo.
Cuando abrí los ojos estaba helada, pero eso no evitó que me levantara rápido de la cama. Fui al baño, me senté a orinar, y luego me cepillé los dientes. De nuevo en la habitación, me quité la pijama y me puse un pants que tenía arriba, en uno de los cajones del clóset. Me recogí el cabello y salí de allí intentando no hacer ruido. Bajé a la cocina, me preparé algo de desayunar, y cuando subía para despertar a los niños me detuvo el impulso de no hacerlo.
Aún era de madrugada cuando tomé la camioneta y me fui sin un rumbo preciso. Manejé por algo más de una hora, hasta que la luz del sol me calentó las manos y la cara, al punto de no saber si era mejor seguir avanzando o si debía volver a casa.