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Mi madre me contó que la primera persona en usar una máquina de escribir fue Mark Twain, el mismo que escribió «El príncipe y el mendigo», una obra que yo conocía bien porque había visto como mil veces la película donde el Mickey Mouse pobre intercambiaba lugar con el Mickey Mouse príncipe. Debía tener como cuatro años cuando ella me prestó por primera vez aquel interesante instrumento que compró usado. Era una especie de caja negra con un teclado dispuesto en forma horizontal, compuesto por letras que parecían flotar; donde terminaban, comenzaba un sistema de rodillos. Mientras tecleaba, las hojas se deslizaban poco a poco entre los rodillos hasta salir llenas de letras.
No sabía escribir, pero al menos pude identificar las vocales en el teclado, las únicas letras que conocía, y las presioné varias veces en el orden en que mi maestra del preescolar me las enseñó. Con un ligero toque, una vara de metal se levantaba y golpeaba muy rápidamente la hoja. Conforme se desplazaban las filas de letras, la hoja se recorría lentamente de forma vertical.
Recuerdo haberle preguntado a mamá el porqué de esa disposición de las teclas, ya que las vocales no estaban juntas. Fue una pregunta un poco ingenua, supongo, pero en ese momento aún no me sabía todo el alfabeto. El teclado qwerty, me dijo mi madre, evitaba que la máquina se atascara; las letras más usadas en el alfabeto se encontraban a los extremos, así que se tecleaban con menos fuerza que las que estaban al centro, mucho menos usadas. De esta forma se evitaba que las teclas se trabaran.
«Eso ocurría con los primeros modelos. En estas máquinas el mecanismo es muy diferente, y ya no tienes que presionar las teclas con tanta fuerza. Quizá se conserva porque la gente ya se acostumbró a escribir así, es un hábito», me respondió cuando insistí en preguntar por qué no podían cambiar de orden las vocales para que estuvieran juntas.
Desde entonces, cada tarde iba al escritorio de mi madre y la encontraba ahí, escribiendo. Dejaba lo que estuviera haciendo para sentarme en sus piernas y enseñarme las letras del abecedario. «La letra B es un palito con pancitas, como si fueran dos montecitos acostados», me dibujaba la letra y luego me la enseñaba en la máquina. «Si la pones antes de una A, suena ba. ¿Qué palabras se te ocurren con ba? ¡Baba!, como la que dejas en el pan que no quieres que nadie se coma», mencionó entre risas. «La C luce como tu sonrisa, enorme y dulce. Si le pones una A, suena ca, muy fuerte. Pero suena diferente si le pones una E: entonces es ce, suave», me decía. Mi mamá me enseñó a leer poco a poco, y para cuando entré a la primaria me dejó escribir en la máquina por mí misma.
Cada tarde, después de la escuela y las tareas, me acercaba a ella y a su peculiar máquina. Ella retiraba los aburridos (desde mi perspectiva, claro) reportes que escribía, y me permitía teclear lo que se me ocurriera. ¿Y si la bruja buena ayuda a los ratones a construir el castillo de los sueños? ¿Y si el orco se hace amigo del unicornio y recorren juntos la pradera, con sus amigas las hortensias? ¿Y si la princesa patea a los malos como lo hace Jackie Chan en la tele? Mi mamá inventaba voces e improvisaba diálogos con los que, al final, los personajes malos encontraban la redención y se amigaban con los protagonistas. La máquina de escribir era la fuente y materialización de todo lo que imaginaba, pero también de todas las enseñanzas que mi madre quiso transmitirme. Cada tarde que pasábamos desarrollando mis historias, sentía que ambas vivíamos en ese espacio único, ideal y fantástico, creado por mí, solo para las dos. Aquellos años fueron los más felices de mi vida.
Cuando cumplí doce, mi madre tuvo que cambiar de empleo. «Ya no me alcanza el dinero para comprar lo que necesitas, así que tendré que trabajar más tiempo», recuerdo que me dijo. Me enojé con ella. Y me enfurecí mucho más cuando vendió la máquina de escribir a un coleccionista. La Remington Mark II de los años setenta estaba muy bien cotizada en el mercado. Yo me aferré a la máquina, intenté que no la vendiera, pero ella se enojó: «Necesitamos el dinero más de lo que necesitamos escribir historias», sentenció; yo lloré de rabia. Habíamos pasado tanto tiempo creando, soñando, especulando; me sentí desamparada.
Al poco tiempo me obsequió mi primer celular, uno de esos enormes tabiques que al caerse podían romper el suelo. «Para mantenernos comunicadas», agregó. Fue curioso porque esta vez las letras sí estaban ordenadas en las teclas de acuerdo al abecedario: de la A a la C estaban en el número dos; de la D a la F, en el tres; de la G a la I en el cuatro, y así, hasta el número nueve, que contenía las letras WXYZ. Para dar con la letra deseada, tenías que presionar varias veces la misma tecla. Después de tantos años habituada al formato qwerty, esta nueva organización me resultó molesta. Además, su capacidad para comunicar era tan reducida que, para mandar un mensaje largo, tenías que enviarlo en dos partes. Definitivamente no servía para almacenar historias. ¿Por qué las cosas tenían que cambiar? ¿Por qué no conservar las cosas a las que nos habíamos acostumbrado y que funcionaban bien?
Ya en la secundaria descubrí otro instrumento para escribir: la computadora. El monitor de este aparato era un armatoste, y el corazón de la computadora, el CPU, una caja enorme. Y para mi sorpresa, ahí estaba nuevamente el teclado qwerty. A pesar de que ese teclado ya no era mecánico, como en la máquina de escribir, conservaba la misma disposición de las letras. Reencontrarme con el teclado, luego de años de no desplazar mis dedos en uno igual, me hizo recordar las historias distantes de mi madre. Pero no entendí por qué aquel instrumento conservaba la disposición qwerty de las letras.
A los quince años, mi mamá me regaló mi primera computadora. También era un equipo usado, uno que habían desechado en su oficina. Mamá me dijo que empezaría a ocupar mucho más aquel aparato por las tareas de la escuela y que ahí también podría escribir y crear mis historias; que su sistema tenía una memoria para almacenar la información, y que no sería necesario imprimirla. Observé el teclado qwerty y quise preguntarle por qué lo seguían usando en teclados que ya no eran mecánicos. No obstante, pensé que no tenía caso. Una parte de mí se sentía vulnerable ante ella, como si mis historias, nuestras historias, se hubieran corrompido. La miraba con recelo, como si al abandonar nuestros hábitos de algún modo me hubiera traicionado. La máquina de escribir fue un instrumento maravilloso que nos permitió imaginar juntas, dejar constancia de que la belleza, la utopía y la esperanza existían en aquellas hojas que salían por el rodillo. Con la computadora, imaginé que mis letras jamás saltarían a la realidad, a la materia, y por lo tanto, jamás me permitirían volver a unirme a mi madre.
Eventualmente me acostumbré al nuevo teclado, de menor tamaño y conectado al CPU por un cable, y me convencí de que las ideas que ahí se quedaban almacenadas eran, de alguna manera, como un reservorio privado e imaginario que evitaría que mis historias se perdieran. Así que continué escribiendo. Y mi madre siguió trabajando, siempre demasiado cansada para interpretar nuevas voces o enseñarme lecciones aún no aprendidas.
Cuando cumplí veintiséis años, y ya con un empleo, me reencontré con una máquina de escribir Remington Mark II en las chácharas del tianguis. Estaba sucia y descuidada, y le faltaban algunas teclas. No obstante, por el precio risible en que la ofrecían, la compré sin pensarlo. Evidentemente, quienes la vendían no sabían el tesoro que tenían entre las baratijas del suelo. Fui a casa de mi madre, que ya había cambiado de empleo a uno menos demandante, y le regalé la máquina. Ni siquiera pensé en buscar los repuestos.. Cuando la vio, se emocionó al recordar la que vendió, de un color diferente y mucho más cuidada. Ella quiso hablar de los tiempos en los que solíamos escribir juntas; yo le cambié el tema y me fui en cuanto pude.
Esa tarde me la pasé sintiéndome como una tonta. ¿Por qué le había negado el derecho de revivir nuestras memorias si yo misma había querido compartir con mi madre aquella máquina? ¿Qué buscaba yo, entonces, obsequiándole el aparato? Saqué el celular de la bolsa y me dirigí a la escueta conversación que mantenía con ella desde hacía algunos años. «Escribiendo…», leí bajo su nombre, y le sonreí a la pantalla porque tardó más de diez segundos en terminar su mensaje: «Gracias por la máquina, hija. Me gustó mucho». Cuando iba a contestarle me percaté por primera vez, y en muchos años, que en aquella pantalla, carente de teclas de silicona, se encontraba el teclado qwerty respondiendo a la electricidad en las yemas de mis dedos, activando cada una de las letras que digitaba.
Aquella disposición de letras me había acompañado toda mi vida, transmutando en distintos dispositivos, pero perpetuándose, al fin y al cabo, al igual que la compañía de mi madre. No había sido capaz de entender que aquellos aparatos tecnológicos que me obsequiaba eran su forma de seguir conmigo, de estrechar nuestro vínculo a través de las teclas mecánicas, de las membranas de silicona, de la corriente eléctrica de una pantalla táctil. «Me alegra que te gustara, mamá. Quizá podamos volver a escribir juntas de nuevo», respondí. «Nada me gustaría más», fue su último mensaje, y me eché a llorar sin saber si estaba enojada con ella o conmigo.
Después de algunas semanas volví a visitarla. Encontré la máquina entera, limpia, totalmente restaurada, y a mi mamá escribiendo sobre princesas expertas en kung fu, y sobre dragones amigos de los unicornios; sobre planetas gobernados por brujas generosas, y sobre una madre y una hija que juntas reconstruyen una vieja máquina de escribir para retomar los viejos hábitos, para perdonarse y curar las heridas del tiempo.
Mi madre, con un gesto amoroso y cálido, me invitó a escribir en la máquina para revivir nuestras fantasías, y para materializar algo que existía solo en la imaginación. Me senté a su lado. Respiré profundamente y recargué mi cabeza en su hombro. Habían pasado muchos años desde la última vez que nos sentamos a escribir juntas.
Observé sus cabellos blancos, los pronunciados pliegues alrededor de sus ojos, su espalda ligeramente encorvada, y su mirada cansada tras unos lentes que usaba para leer. Y su boca dibujaba una tierna sonrisa, la misma que esbozaba cuando me enseñaba a escribir. Sentadas una junto a la otra, e imaginando frente a la máquina, compartimos la sustancia inmaterial que nos unía y que, como el teclado qwerty, siempre había estado ahí, de una forma u otra. Ahora lo entendía.
—Madre, ¿por qué los teclados modernos y los celulares aún conservan el teclado qwerty? —le pregunté al fin.
—No lo sé, corazón. Supongo que hay cosas que no queremos que cambien nunca porque nos brindan comodidad, y nostalgia. El teclado qwerty es como el fósil de la nostalgia.
Ella, sus muchas voces, su cálido abrazo, la delicadeza de sus manos materializando un vasto mundo que se imprimía mientras lo imaginaba, me transportaron a mi infancia, como si nunca la hubiera dejado atrás. Ojalá que ciertas cosas, como el teclado qwerty, no cambien nunca.